Todo comenzó cuando acepté alquilar el apartamento. Estaba a mitad de precio porque, según el dueño, tenía problemas eléctricos. Era el tipo de detalle que a otros les habría bastado para huir. Pero yo no tenía a dónde ir. O, mejor dicho, la plata no me dejaba para más opciones.

En la primera noche un bulto negro se deslizó por una de las ventanas. Sus ojos eran dos brasas encendidas y su maullido sonaba a lamento. Le di un poco de atún y se instaló. No lo bauticé, no lo vi como una mascota.

Había tres interruptores en la entrada. Uno encendía la lámpara central. El segundo, la del baño. El tercero no hacía nada. A veces, en la noche, encontraba todo accionado, aunque yo no lo hubiera tocado. Creí que era el gato. Creí muchas cosas.

Las semanas se deslizaron como lluvia en el cristal de la ventana. El aire estaba cargado de humedad. Empecé a tener sueños en los que el techo se abría y me tragaba. El gato se acostumbró a dormir sobre mi pecho. Hubo días en que pensé que ese bicho esperaba que mi corazón se detuviera.

Una oportunidad, me desperté bañado en sudor. El apartamento olía a rancio. Me levanté y vi que el tercer interruptor estaba pasado. Sabía de sobra que no funcionaba. Pero algo me llamó poderosamente la atención. Una tenue luz roja parpadeaba dentro del armario de la cocina. Me acerqué con un latido en mi oído. Dentro no había nada. Solo la pared, con una grieta que no recordaba. El gato se frotó contra mis piernas, ronroneando con un ritmo extraño.
Pensé que me estaba volviendo loco. A lo mejor era el silencio. Hasta que empezó un zumbido. Salía del enchufe del baño. Algo o alguien estaba allí atrapado y trataba de hablarme. A partir de ese momento pensaba mucho para usar el baño. Llegué a tener la loca ocurrencia de bañarme en la fuente de la plaza cuando todos dormían.

En una madrugada, sonó la alarma a la hora equivocada y no supe si estaba muerto o vivo. Me quedé allí, sin saber qué hacer; no quería dejar atrás al gato y no sabía lo que me esperaba.

El zumbido se hizo grito. Los tres interruptores estaban pasados. Todo el apartamento respiraba con dificultad, como si la electricidad hubiera tomado conciencia. En el espejo del baño vi algo parado detrás de mí. Sonreía. Cerré los ojos, recé en todos los idiomas que no conozco, y cuando los abrí, estaba solo.

Al amanecer salí de ese edificio. El gato no me siguió, solo me miró desde la ventana. Lo que más me dolió fue que no hiciera nada para detenerme. Yo ya no era el mismo.

Rompí el contrato, dejé todo. El dueño no se sorprendió. Solo me miró y me dijo: “Usted duró más que el anterior”. Quise preguntarle quién fue el anterior, pero tuve miedo de que dijera mi nombre.

Busqué dinero y me mudé al otro lado de la ciudad, sin grietas, sin pasado, sin gatos. Pero no hay distancia para ciertas cosas. Hay un enchufe que zumba, un espejo que me devuelve gestos que no hago.

Anoche, presioné el interruptor del control remoto para cambiar de canal y me cagué. Vi el viejo apartamento. Solo un segundo, lo suficiente para que una sombra se deslizara por la pantalla y me dijera, que la historia aún no había terminado.

Ahora, cuando cierro los ojos, veo al gato sobre mi pecho, más pesado que nunca. Y siento que ronronea en un ritmo que no es de este mundo.

Me pregunto si estoy soñando todo esto desde aquel primer día. Si alguna vez salí o si acaso sigo allí, dentro de ese apartamento donde la luz no se apaga cuando quiero.

Porque, a veces, me despierto con la certeza de que no desperté. Y todo lo que hago después es solo una ilusión construida por el zumbido de un enchufe que no puedo apagar.

Y el interruptor, allí. Esperando.