¡Uff, qué verano aquel de 2019! Todavía lo tengo tan vivo en la memoria, sobre todo mi aventura por París. La ciudad, ¿sabes?, vibraba con una energía que se te metía en el cuerpo, y el sol…, ¡ese sol! Hacía que cada edificio, cada rincón, brillara de una forma especial. Pasear por sus calles era una gozada total; el olorcito a pan recién horneado de las panaderías (¡irresistible!), el murmullo de mil conversaciones en francés y mil idiomas más, y esa elegancia innata de los parisinos, con ese “no sé qué” que los hace tan únicos.

Los Campos Elíseos…, ¡impresionantes! Se extendían majestuosos, bullendo de gente. Había turistas de todas partes, riendo a carcajadas, haciéndose fotos. El ambiente era de pura alegría de verano, de esas que te llenan el alma. Y sí, la emoción me invadió al acercarme a ese monumento tan imponente que preside la avenida. ¡Ahí estaba yo, bajo el Arco del Triunfo! Sentir toda esa historia y grandeza fue…, ¡wow! Mirar hacia arriba, ver esos relieves tan detallados y sentir el eco de tantos momentos pasados…, ¡se me puso la piel de gallina!

Mi tiempo en París fue como vivir dentro de un montón de postales: los cafés con sus terracitas llenas de vida, los artistas pintando a orillas del Sena, y esa sensación de estar justo en el corazón de algo verdaderamente especial. Fue una experiencia que jamás se me borrará, donde cada rinconcito desprendía una belleza que se me quedó grabada para siempre.

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