"Encajar o desencajar: verbos que interpelan" [Esp-Eng]

Encajar o desencajar son verbos sugerentes. Mueven a la reflexión, a la introspección, al análisis de la sociedad y su tendencia persistente a encerrarnos en moldes. A exigir lo que considera socialmente correcto, como si la norma fuera garantía de verdad. Son rezagos que se perpetúan porque los seres humanos solemos vivir por clichés, por costumbre, por comodidad, o por la aparente facilidad de seguir reglas aunque sean absurdas, inexactas o éticamente cuestionables.
Hace unos días, mi buen amigo @emiliorios publicó una reflexión inspirada por una valiosa iniciativa de @charjaim, en su serie "Esa vida nuestra". La entrega número 37 abordaba precisamente esto: los aciertos y desaciertos de encajar en sociedad. Desde entonces, he vuelto sobre mi historia, para comprender con mayor claridad los puntos de fricción entre mi forma de pensar y lo que se espera socialmente.

He sido fiel a mis convicciones. A mis juicios. A mi análisis constante de la realidad. A los valores que he incorporado con pensamiento, lectura, diálogo y experiencia. Esa fidelidad ha sido una forma de respeto por la conciencia, por la razón, por la dignidad de pensar sin concesiones.
Mi infancia no fue típica. Ni mi adolescencia. Ni lo que va de mi adultez. Nunca he querido dejar de pensar. Tuve la suerte de que mis padres estimularan mi amor por la lectura desde muy temprano. Y tres seres excepcionales marcaron mi camino y les guardo una eterna gratitud : mi abuela y mi tío paternos, y una tía materna. Mi tío visitaba a mi abuela todos los días y sostenían diálogos que yo escuchaba con devoción. En cuarto grado, mi padre me enseñó a jugar ajedrez. Desde entonces, el pensamiento dejó de ser para mí una actividad espontánea y se convirtió en una disciplina que asumí con entusiasmo y rigor. El ajedrez enseña a pensar, a calcular, a cuestionar. Debería estar en todos los sistemas educativos como asignatura básica.

Recuerdo una experiencia que influyó en mi niñez y se volvió imborrable. En la calle más cultural de mi ciudad, los sábados se celebraban las noches culturales. Había una actividad que me fascinaba: ¿Qué sabe usted de cultura? Se hacían preguntas de cultura general, y si nadie las respondía, quedaban pendientes para la semana siguiente. Yo las anotaba en mi libreta y pasaba los días investigando en la biblioteca provincial. Buscaba en todas las salas, armaba resúmenes, me preparaba. Gané muchos premios: discos de vinilo, obras de la literatura universal. Pero algunos comenzaron a sospechar que el moderador me pasaba las respuestas. Decían que mi libreta era para copiar lo que él me decía. Un sábado, al terminar la actividad, me pidió que me quedara. Me regaló dos tomos de las narraciones completas de Edgar Allan Poe y una selección de su poesía. Pero también me dijo que ya no podía participar más. No me explicó por qué. Yo, frustrado, solo alcancé a decirle: Oh my God, the raven says nevermore…

A los 18 años viví otro desencuentro. Esta vez, en un grupo de jóvenes católicos. Me parecía lógico que habláramos de teología, de las grandes preguntas que atraviesan nuestra fe. Planteé temas como las paradojas de Epicuro, el destino de las almas en la América precolombina, o por qué Josué tuvo que blandir la espada en una Canaán habitada por personas de otros credos. El sacerdote que dirigía el grupo me dijo que esas preguntas no debían hacerse allí. Que transmitían mis “angustias existenciales” a los demás. Que si quería, las conversara en privado. Le respondí que, al parecer, quería que mis coetáneos fueran ovejas del redil. Y que eso contradecía el espíritu del Concilio Vaticano II, que buscaba precisamente abrir el diálogo.

Entonces me pregunto: ¿en qué mundo estamos tratando de encajar? ¿En el de los soldaditos de plomo de Andersen? ¿En esta sociedad global que bordea el abismo ecológico y nuclear? ¿En un mundo que parece peor que aquel en el que Sartre rechazó el Nóbel, Brando el Oscar y García Márquez el Cervantes?
Yo quiero encajar. Pero en otra sociedad. En una contracultural, que defienda con autenticidad el bien común. En una que dialogue con la realidad sin miedo, sin hegemonías, sin prepotencia ni hipocresía. No me interesa encajar en la sociedad del adoctrinamiento, del pensamiento único, del más fuerte que en realidad es el más débil porque no piensa ni respeta. Me interesa una sociedad que nos convoque a pensar, a resistir, a no repetir los errores que nos trajeron hasta aquí.

Y por eso también suelo cuestionar por poner un ejemplo y sólo por eso, porque son incontables ejemplos por esta línea y por otras muchas, el uso del término bullying. Porque aunque se ha popularizado, en español tenemos palabras más precisas: bonche, trajín. Esa presión social que te empuja a encajar a la fuerza. ¿Por qué importar términos cuando ya tenemos los nuestros? Lo mismo pasa en otros idiomas, es moda, comodidad intelectual, snobismo social, porque ya lo dijo Salomón de forma absoluta que no es absoluto y lo cuestiono, por sabio que sea el hombre, a los sabios también se cuestionan porque fueron hombres como usted y yo, así que a admirar la desacralización; permitanme una digresión recordando una idea creo que de Bukowski pero dicha a mi manera: Creo que es importante, deseable, de gran valor leerse a Víctor Hugo pero sin ponerlo ni a él ni a nadie en un pedestal porque bien pensado ni Shakespeare ni Cervantes se lo leyeron y... ni falta que les hizo...
Pero estaba en los snobismos, el síndrome de Bornout es estrés laboral y ya se había hablado de él varias décadas antes, hay que acudir a las fuentes...
Si se decide escribir es porque se tiene algo que decir y esta sociedad valora a un intelectual porque tiene diez libros o catorce publicados que perfectamente se pueden tirar por la ventana porque a mí y a muchos no le dicen nada y no porque ahora no se lea sino porque a muchos le dicen que son escritores y se lo han creído, es su derecho, yo no se los diría directamente por cortesía y respeto pero oh sociedad, oh ego desvanécete hijo mío, me duele el ridículo ajeno en serio, la vanidad y el pavoneo, y me dirán que todo es subjetivo, cierto, pero la gente acude a evaluar el arte sin herramienta y porque un crítico de fama dijo que algo valía la pena, pero de verdad la gente sabe apreciar el arte o se guía por criterios ajenos?

Pero vamos a otro punto que considero más importante: lo “normal” no es sinónimo de lo correcto. Lo normal es un concepto estadístico, y sólo eso. Es la media, la frecuencia, la repetición. Pero no es garantía de verdad, ni de justicia, ni de profundidad. Confundir lo normal con lo deseable es una de las trampas más persistentes de la cultura. Lo normal puede ser mediocre, puede ser injusto, puede ser dañino. Y muchas veces lo ha sido.
Encajar no siempre es pertenecer. A veces, el mayor acierto es no encajar del todo. Porque solo desde la diferencia se puede transformar lo que nos rodea. Y si seguimos haciendo lo mismo, seguiremos obteniendo los mismos resultados. Yo quiero encajar en una sociedad que sepa pensar. Para que nadie —desde ninguna ideología— nos manipule ni nos silencie.

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Nota: He escrito esta reflexión aunque ha sido ya sin tiempo para invitar a al menos dos hivers a participar, hasta hoy se encuentra vigente la iniciativa número 37 de "Esa vida nuestra" de mi admirada amiga @charjaim con quien me disculpo por no poder cumplir con una de los requisitos de participar; pero es que el tema estuvo tan motivante que no quise dejar de presentar mi humilde propuesta, ni de incumplir con la gentileza que tuvo @emiliorios al invitarme a participar.
Texto de mi autoría, libre de IA.
Imágenes del archivo libre de Pixabay.

English Version

"To fit in or not to fit in: verbs that provoke thought"
To fit in—or not to fit in—are suggestive verbs. They stir reflection, introspection, and a deeper analysis of society and its persistent tendency to box us into molds. They demand what is deemed socially acceptable, as if conformity were a measure of truth. These are remnants that endure because human beings often live by clichés, by habit, by comfort, or by the apparent ease of following rules—even when those rules are absurd, inaccurate, or ethically questionable.
A few days ago, my good friend @emiliorios published a reflection inspired by a valuable initiative from @charjaim, in her series "That Life of Ours". Entry number 37 dealt precisely with this: the successes and failures of trying to fit into society. Since then, I’ve revisited my own story—not to reminisce, but to better understand the friction between how I think and what society expects.

I’ve remained loyal to my convictions. To my judgments. To my ongoing analysis of reality. To the values I’ve adopted through thought, reading, dialogue, and experience. That loyalty is a form of respect—for conscience, for reason, for the dignity of thinking without compromise.
My childhood wasn’t typical. Nor was my adolescence. Nor what I’ve lived so far as an adult. Not because I set out to be different, but because I’ve never wanted to stop thinking. I was fortunate that my parents nurtured my love of reading from a very early age. And three exceptional people shaped my path with gratitude: my paternal grandmother, my paternal uncle, and a maternal aunt. My uncle visited my grandmother daily, and they held conversations I listened to with devotion. In fourth grade, my father taught me to play chess. From that moment on, thinking ceased to be a spontaneous act and became a discipline I embraced with enthusiasm and rigor. Chess teaches you to think, to calculate, to question. It should be a core subject in every educational system.

I remember an experience that marked my childhood. On the most culturally vibrant street in my city, Saturday nights were dedicated to cultural evenings. One activity captivated me: What Do You Know About Culture? They asked questions on general knowledge, and if no one answered, the questions carried over to the next week. I wrote them down in my notebook and spent the days in the provincial library, researching across its many rooms. I prepared summaries, studied, and won many prizes: vinyl records, works of world literature. But some began to suspect the moderator was feeding me answers. They claimed my notebook was for copying what he told me. One Saturday, after the event, he asked me to stay. He gave me two volumes of Edgar Allan Poe’s complete stories and a selection of his poetry. But he also told me I could no longer participate. He didn’t explain why. Frustrated, I simply replied: Oh my God, the raven says nevermore…

At 18, I faced another clash. This time, in a group of Catholic youth. I found it logical that we should discuss theology, the questions that shape our faith. I raised topics like Epicurus’ paradoxes, the fate of souls in pre-Columbian America, and why Joshua wielded the sword in a land inhabited by people of other beliefs. The priest leading the group told me such questions shouldn’t be asked there. That I was projecting my “existential anxieties” onto others. That I should speak privately with someone more theologically trained. I replied that he seemed to want my peers to be sheep in the fold. And that this contradicted the spirit of Vatican II, which sought to open dialogue and move beyond Latin masses no one understood.

So I ask: what kind of world are we trying to fit into? The world of Andersen’s tin soldiers? This global society teetering on ecological and nuclear collapse? A world arguably worse than the one in which Sartre rejected the Nobel, Brando the Oscar, and García Márquez the Cervantes?
Yes, I want to belong. But to a different society. A countercultural one, committed to the common good. One that engages reality without fear, without hegemony, without arrogance or hypocrisy. I have no interest in fitting into a society of indoctrination, of uniform thought, of the strongest who are, in truth, the weakest—because they neither think nor respect. I want a society that calls us to think, to resist, to stop repeating the mistakes that brought us here.

And that’s why I also question the term bullying. Though widely used, Spanish has more precise words: bonche, trajín. These describe the social pressure to conform, the chaos and friction of group dynamics. Bullying in English evokes targeted aggression, often in school settings, but lacks the broader social nuance that bonche and trajín carry in Spanish. Similarly, burnout—often used clinically in English—can feel sterile. In Spanish, we speak of agotamiento, desgaste, words that carry emotional and existential weight. These aren’t just conditions; they’re consequences of living in systems that demand too much and understand too little.

And here’s something that must be said: “normal” is not synonymous with “right.” Normal is a statistical concept, and nothing more. It’s the average, the frequent, the repeated. But it doesn’t guarantee truth, justice, or depth. Confusing normal with desirable is one of culture’s most persistent traps. Normal can be mediocre, unjust, harmful. And often, it has been.
To fit in is not always to belong. Sometimes, the greatest success is not fitting in at all. Because only from difference can we transform what surrounds us. And if we keep doing the same, we’ll keep getting the same results. I want to belong to a society that knows how to think. So that no one—from any ideology—can manipulate or silence us.

Note: I’ve written this reflection even though I no longer had time to invite at least two Hivers to participate. As of today, initiative number 37 of "That Life of Ours" by my admired friend @charjaim is still active, and I apologize to her for not being able to fulfill one of the participation requirements. However, the topic was so inspiring that I didn’t want to miss the chance to share my humble contribution, nor disregard the kindness of @emiliorios who invited me to take part.
Text authored by me, free of AI.
Images from the free Pixabay archive.
English translation made with support from the DeepL app.

Es valioso tu aporte con varios puntos para reflexionar. Recuerdo la época donde los políticos se hacían tomar fotografías con una inmensa biblioteca detrás, la gente en general no leía, igual que ahora, pero sabía que hacerlo confería un aire de intelectualidad y de clase y solo por eso exhibían los libros, impecables por la falta de uso.
Pareciera que la norma sea pertenecer sin alterar el fin de lo que se quiere y allí está el problema, por eso lo mejor es no encajar.
Saludos cordialmente.
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Muchísimas gracias por la valoración de mi aporte. Y estoy muy de acuerdo con lo que nos dice. En lo personal soy de los que piensa que el hábito no hace al monje, la acción vale más que Ia imagen y una serie de títulos que se ostentan sólo para mencionarlo pero no tienen correlato a pie de obra, muchos trajes, mucha venta de imagen para vender pero yo solo valoro la utilidad de la virtud, nuestra libertad la xonquistsron hombres con carencias de todo tipo', casi semidesnudos pero los principios eran el verdadero tesoro. El gran Herbert Spencet se burlaba de los títulos académicos y yo lo he podido comprobar, soy Doctor en Ciencias, escritor con varios obras muy malas publicadas, dramaturgos, cineastas por ya obra que no sé bajo que presupuestos se sostienen y yo por supuesto encajo sicialmente desde la crítica porque es importante que las personas aprecien el verdadero arte y no el que promueven los medios sin sustento, desde mi punto de vista, de ahi que el diálogo y la rueda de la historia se encargue de poner las cosas en su sitio. Un ejemplo quiénes los pintores de éxitos que ta olvidamos en la época de un Van Gogh que no encajó en la sociedad que le tocó vivir? Gracias por la iniciativa tan buena y generadora de intercambios.
Muchos de los pintores que no "encajaron" en su momento, son ahora fuentes de riqueza. Toda una paradoja.
Saludos cordiales.
Una publicación con reflexiones increíblemente aleccionadoras, donde lo importante es la cantidad de afirmaciones que deberían ponernos a reflexionar sobre qué somos y hasta dónde estamos conectados con el común.
Me encantó esto:
<<... lo “normal” no es sinónimo de lo correcto.>>
No hay más qué decir.
Gracias, @psicologopoeta
Un abrazo enorme.