An afternoon to remember || Una Tarde para el Recuerdo [ENG/ESP]

I'll never forget that afternoon when I decided to visit the restaurant where my friend Roberto works. He'd been insisting on going for a while, but for one reason or another, I always put it off. Until finally, one sunny Saturday, I gave in to the craving for something different and headed over to his workplace.

As soon as I walked through the door, I was greeted by that aroma that only a good place with soul can offer: a mix of spices, wine, and something grilled. Roberto, with his usual smile, came out of the kitchen just to hug me as if we hadn't seen each other in years. He sat me down at a table near the window, from where I could see the exposed brick walls I love so much. He said, "Leave everything in my hands," and I nodded confidently.

We started with a classic: a chilled Aperol Spritz, served in generous glasses with orange slices. The vibrant orange color under the warm lighting of the room made me feel like I was on a terrace in Italy. As I sipped it, I felt my body begin to relax, the day taking on a different rhythm.

Then came the signature dish: vegetable tortillas, golden and crispy on the outside, soft and green on the inside. Roberto himself brought me some homemade red sauce and, without asking, began carefully pouring it over the tortillas. "This is what my grandmother taught me," he told me proudly. The flavor was deep, warm, with just the right hint of garlic and tomato that transports you.

To accompany it, a glass of red wine with a label as intriguing as its flavor: dark, mystical, with a character that seemed straight out of a García Márquez novel. The wine was intense, perfect for balancing the flavors of the dish.

That meal wasn't just delicious; it was a reunion with friendship, with sincere cooking, and with those small moments that one treasures. As we left, I shook Roberto's hand and said, "I'll be back soon." And I meant it.

Nunca olvidaré aquella tarde en la que decidí visitar el restaurante donde trabaja mi amigo Roberto. Hacía tiempo que me insistía en ir, pero por una cosa u otra, siempre lo posponía. Hasta que finalmente, un sábado soleado, me dejé llevar por el antojo de algo diferente y me dirigí hacia su lugar de trabajo.

Apenas crucé la puerta, me recibió ese aroma que solo un buen lugar con alma puede ofrecer: mezcla de especias, vino y algo a la parrilla. Roberto, con su sonrisa de siempre, salió de la cocina solo para abrazarme como si no nos viéramos hace años. Me acomodó en una mesa cerca del ventanal, desde donde se veían las paredes de ladrillo a la vista que tanto me gustan. Me dijo: "Dejá todo en mis manos", y yo, confiado, asentí.

Comenzamos con un clásico: un Aperol Spritz bien frío, servido en copas generosas con rodajas de naranja. El color naranja vibrante bajo la luz cálida del salón me hizo sentir como si estuviera en una terraza en Italia. Mientras lo bebía, sentí cómo el cuerpo empezaba a relajarse, el día cobraba otro ritmo.

Después llegó el plato estrella: unas tortillas de verdura, doradas y crujientes por fuera, suaves y verdes por dentro. Roberto mismo me trajo una salsa roja casera y, sin preguntar, la empezó a verter con cuidado sobre las tortillas. "Esto es lo que me enseñó mi abuela", me dijo con orgullo. El sabor era profundo, cálido, con ese toque justo de ajo y tomate que te transporta.

Para acompañar, una copa de vino tinto con una etiqueta tan intrigante como su sabor: oscura, mística, con una figura que parecía salida de una novela de García Márquez. El vino era intenso, perfecto para equilibrar los sabores del plato.

Esa comida no fue solo deliciosa, fue un reencuentro con la amistad, con la cocina sincera y con esos pequeños momentos que uno guarda como un tesoro. Al salir, le di un apretón de manos a Roberto y le dije: “Volveré pronto”. Y lo dije en serio.