El instinto que no envejece: jugar como acto de resistencia (Esp/Eng)

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(Edited)

Hablemos de instintos. Dejémonos llevar por la dinámica de @damarysvibra; fluyamos sin barreras.

Sentada en el parque, justo frente a mi casa, pienso en los primeros instintos que nos visitan en la vida. Y allí, en ese momento, recuerdo el instinto de jugar. A solo meses de nacer, lo único que nos motiva —además de comer y dormir en el regazo de nuestra madre— son los deseos irrefrenables de jugar.

El juego es nuestro primer acto creativo: con él exploramos, aprendemos a relacionarnos e incluso procesamos emociones. Pero ese instinto no desaparece; se transforma. En la niñez, jugar es un acto puro, sin filtros: un palo se convierte en espada y una caja, en un castillo. Recuerdo mi alegría cuando mi papá me hizo una yunta de bueyes con dos frascos de medicamentos. Sin embargo, en la adultez sobrevive en hobbies, deportes, bromas, arte, sorteos o incluso cuando innovamos en el trabajo.

El juego en la infancia es un espacio seguro donde no hay juicios: un niño que finge ser un superhéroe o llora con una muñeca rota está practicando la expresión auténtica de sus emociones.

Conservar este instinto es vital porque nos dota de libertad emocional, resiliencia y conexión con nuestros semejantes. El juego nos hace espontáneos, nos hace reír, imaginar e improvisar.

Llevo a cabo una peña literaria y, a menudo, incorporo juegos para incrementar el interés de los asistentes: regalos, preguntas, dinámicas… Muchos van solo por eso. Entonces, ¿necesitamos o no esos ratos de juego?


Como neuróloga que soy —y de lo que me resulta imposible apartarme en mis reflexiones—, el juego en la salud mental tiene su repercusión: reduce el cortisol (hormona del estrés) y aumenta las endorfinas. Además, es una de las alternativas para fomentar la neuroplasticidad. Usamos el juego como estimulante cerebral en niños, pero también en ancianos, ya que activa la corteza prefrontal, la misma zona que empleamos para resolver problemas complejos (y de la que tanto he hablado en otros posts). ¿Podría ser, entonces, que al reprimir nuestro instinto lúdico no solo perdamos alegría, sino también eficiencia?


No es casual que la ONU reconozca el juego como un derecho humano (¡incluso en adultos!). Conservarlo es sinónimo de libertad —porque nos vuelve auténticos— y de fuerza, porque nos enseña a caer, levantarnos y, sobre todo, a necesitar reír.

Muchos lo reprimen por presión social: "Madura, eso de jugar es infantil". Pero cultivar esa chispa nos protege de males como el cinismo. Ahora mismo recuerdo a la gran Frida Kahlo, que aseguraba: "No necesito pies, tengo alas para volar".

Quizá la clave está en equilibrar la responsabilidad que se espera de nosotros como adultos con la capacidad de asombro ante lo maravilloso que nos rodea. Así que… ¡a jugar! A reír, a saltar en los charcos, a montar ese columpio como si tuvieras cinco años y montones de sueños.

Hoy he desplegado mis alas y le he dado rienda suelta a mi instinto de jugar.


🌻ENGLISH🌻


"The Instinct That Never Ages: Play as an Act of Resistance"

Let’s Talk About Instincts. Let’s embrace the flow of @damarysvibra and move without barriers.

Sitting in the park, right in front of my house, I reflect on the first instincts that visit us in life. And there, in that moment, I remember the instinct to play. Just months after birth, the only things that drive us—besides eating and sleeping in our mother’s arms—are the irrepressible desires to play.

Play is our first creative act: through it, we explore, learn to connect, and even process emotions. But this instinct doesn’t disappear; it transforms. In childhood, playing is a pure, unfiltered act—a stick becomes a sword, and a box turns into a castle. I remember my joy when my dad made me a yoke of oxen with two medicine bottles. Yet, in adulthood, it survives in hobbies, sports, jokes, art, raffles, or even when we innovate at work.

Play in childhood is a safe space without judgment: a child pretending to be a superhero or crying over a broken doll is practicing the authentic expression of their emotions.

Preserving this instinct is vital because it grants us emotional freedom, resilience, and connection with others. Play makes us spontaneous—it makes us laugh, imagine, and improvise.

I host a literary gathering and often include games to spark attendees’ interest: gifts, questions, activities… Many come just for that. So, do we or don’t we need those moments of play?


As a neurologist—and this is something I can’t ignore in my reflections—play impacts mental health: it reduces cortisol (the stress hormone) and boosts endorphins. It’s also a tool for neuroplasticity. We use play to stimulate the brain in children, but also in the elderly, as it activates the prefrontal cortex, the same area we use to solve complex problems (and one I’ve often discussed in other posts). Could it be, then, that by suppressing our playful instinct, we lose not only joy but also efficiency?


It’s no coincidence that the UN recognizes play as a human right (even for adults!). Preserving it is synonymous with freedom—because it keeps us authentic—and with strength, because it teaches us to fall, rise, and above all, to need laughter.

Many suppress it due to social pressure: "Grow up; playing is childish." But nurturing that spark protects us from societal ills like cynicism. Right now, I recall the great Frida Kahlo, who said: "I don’t need feet; I have wings to fly."

Perhaps the key lies in balancing the responsibilities expected of us as adults with the capacity for wonder at the beauty around us. So… let’s play! Let’s laugh, jump in puddles, swing as if we were five years old with pockets full of dreams.

Today, I’ve spread my wings and set my instinct to play free.



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Y que nunca nos abandone la maravilla del asombro. A jugar!!!!

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Aquel que lleve a un niño en el pecho siempre podrá ser feliz. A jugarnos la vida cada día mientras construimos los sueños!!!!

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Yo juego a las muñecas con mi nieta y dibujamos como si se tratara de la misma edad, el que no aproveche y disfrute esos momentos de alegría cargada de inocencia,no cabe dudas que está rechazando horas de vida, me encantan los columpios.

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No podemos permitirnos que se nos seque la fuente de la infancia, tenemos que alimentar ese niño que fuimos y que siempre debemos ser. De ello depende en gran parte nuestra felicidad.

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Siempre que tengo la posibilidad de ir a un parque disfruto del columpio y hasta de la canal. Que felicidad se siente. Gracias por tu post amiga. Un abrazo 🤗

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A mí me han regañado los cuidaparques, porque supuestamente los parques son para los niños, entonces yo pregunto si sólo los niños son los que pueden jugar, y noto que me miran raro ... No saben, no adivinan lo libre que nos hace el juego.

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Me encanta ese columpio aún a mis 52 años, es casi instintivo ver uno y correr a balancearme bien alto porque recuerdo con gran nostalgia la adrenalina que de niña me producía querer llegar más alto...y aún hoy la siento, por lo tanto es un columpio que quisiera tener en casa para ayudar a relajarme...
Jugar con la franqueza y la misma autenticidad que lo hace un niño nos mantiene sanos y libres...claro, ya no podemos hacerlo como un niño, pero debemos admitir que muchísimas de las habilidades que poseemos fueron adquiridas durante los juegos de nuestra etapa infantil.

Excelente tu post @neuropoeta y sobre todo educativa y bonita.

🌹🌹🌹

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Gracias por llegarte y leerme, y créeme que yo me robó los columpios de mi ciudad. Por suerte crecí frente a un parque y he podido saciar las ganas de volar, de jugar, de sentir que la vida es eso, un juego en busca de la felicidad. No nos damos cuenta que dejamos de jugar, justo cuando nos lo imponen los otros, y nos dicen: ya estás muy grande para jugar, o te ves ridículo. Dejamos ese instinto adquirido a los meses de nacer, solo porque otros nos juzgan, sin saber que con eso pueden estar cortando nuestras alas.

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Pues que se vayan al cuerno, ¡yo sigo queriendo mi columpio!
Que suerte tienes de tener un parque al frente de casa.Disfrútalo, me encanta la pasión con la que escribes.

Nos leemos.

🌹🌹🌹

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