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Valle de olmos

_{Autor: @nachomolina2}

En el pasado fui un buscador de talismanes. Un asiduo venerador de amuletos raros como refieren aquellas heredades antiguas que traían la marca discrecional del potentado inscrita con finura en un bajo relieve.

Huellas visibles en el tiempo anterior que fueron cinceladas mediante el uso de herramientas impensables que lograban sublimar en la arcilla endurecida, la roca, la madera y hasta en los metales, grandiosas obras de arte excedentes a las expectativas de su época.

A certitud de finísimos acabados que se adecuaban perfectamente al ego de quien otrora les diera usanza, un talismán representa, para mí, más que una protección espiritual, también, un emblema de buena suerte que abre puertas dimensionales, aunque, su significado puede variar de acuerdo a la región, la cultura y a la diagramación de su respectiva simbología.

Según mi criterio personal una reliquia no tiene caducidad, es algo creado para el tiempo postrero y si de algún modo la usanza del objeto habría sido truncada por el discurrir de los ciclos que cumple la civilización humana, pues, no pasa lo mismo con su valor o el fin para el que fue creado, el cual, se mantendría intacto durante el paso de las eras por tratarse de un mismo elemento inalienable a su propósito.

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¡Ser coleccionista de amuletos no correspondía a una afición aislada, sin razón!, ¡no!, tampoco al hecho de pensar que éstos mantuvieran algún poder o dominancia supersticiosa sobre lo mundano, ¡indubitablemente, no!, más bien, mi impulso era la fascinación por su intachable confección y majestad, lo cual a mi parecer, guarda un significado trascendente que oculta entre cada detalle el misterio inconfesable del artesano.

Siempre sostuve la teoría de que el amuleto archiva una especial significación, tal vez, un porqué o un génesis, proveniente del tiempo pasado dispuesto a ser revelado por quien le investigue, pudiendo arrastrarle a descifrar toda una línea de tiempo que llega a los minutos que precedieron a la primera cincelada propinada por el alquimista, también, se podría indagar en la carga emocional atribuida por su final dignatario quien le habría vestido con su poder sublime para hacer el bien, o tal vez, porqué no, como el depósito de su ambición y malignidad ¡Todo cabe en las posibilidades!.

_{fuente de imagen: pixabay}

Tuve una colección de medallones de arcilla y también de porcelana vitrificada con grabados complejísimos que no dan abasto a la comprensión. Toda especie de símbolos revestían aquellos fetiches cuyo aspecto apuntaba a posibles astros o formaciones constelares ordenados mágicamente con cadencia y atavío, realmente impactantes al ojo humano, en su mayoría inspirados en el espacio, otros pocos, en lo terrenal.

Eran insignias que de tan solo pensarlas sustraían de la imaginación figuras arcaicas de las cuales pendían al cuello con misticismo, tal vez, un rey o una reina, un emperador o un curandero, ¡Da igual el depositario!

Dado su ostentosidad, el acabado y brillo, el amuleto, hace gala del método de perdurabilidad aplicado sobre éste lo cual repercute cabalmente en su importancia, la que a su vez, cuenta una historia real acerca de lo que otros vieron, un subjetivo propósito de adoración con el secreto implícito en la selección de cada gránulo de materia sustancial, cada átomo que conforma su base primigenia. En lo relativo, le llamaré, alma, refiriéndome a elementos de indivisible homogeneidad.

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¡Fue así que llegó a mis manos el “Olmo”!. Un amuleto hecho de madera, ¡no cualquier madera!, no, ¡nunca lleguéis a pensar en cualquier grumo de materia orgánica repujada! o ¡un nudo carbonado en solidificación, como el diamante negro, el grafito o el carbono amorfo policristalino! no, no.

Específicamente, me refiero al particular corazón de un Ulmus glabra, el más apasionante y distinguible: “Olmo gigante de las cumbres”.

Único en su especie, capaz de permanecer vivo por generaciones, aun después, del desmoche o de una casual oprobiosa estrangulación.

Provisto de un alma color ébano profundo, el espécimen, casi extinto, solo se encuentra en el hemisferio norte a los extremos más recónditos del frío desierto de Siberia, también, es propio, en las cimas del bosque templado noruego septentrional cercano a las aguas del océano Atlántico, más allá, de su migración a otras latitudes, como México, Colorado o Centroamérica, donde nada hay de su huella, dado que el hongo del escarabajo como una enfermedad segadora les creó una barrera endémica procurando la merma de la especie de acuerdo a su cercanía al trópico.

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¡Sin embargo, en el hemisferio nórdico aún se mantienen en pie los olmos! como reyes que miran con su oscuro talle hacia la propia eternidad.

¡Similar a la noche más negra!, el "Olmo", parecido a un monolito antiguo posee el núcleo sólido, circunferencial, de notable diámetro. No era menos pesado que una beta de cuarzo, guardando un espesor de tres pulgadas entre las dos caras, macizas, colgante de un garfio insertado en un mínimo orificio acomodado en la parte superior.

La medalla que guardaba yo en mi poder con total vehemencia, presentaba un bulto concéntrico con aspecto de burbuja pulimentada, a la cual, no se adherían, ni las huellas dactilares, ni el polvo, ni el vapor de agua. Intocable, tenía el aspecto de un ojo al que pendían un par de salientes inferiores, cual sustentáculo, de dos levas, por igual, llevaba insertas en un fulcro, a cada lado, también, dos palancas perpendiculares como apéndices de ambos brazos.

Todo uniformemente tallado con el mismo tipo de material; el corazón de un olmo negro gigante, cuyo poderío, inquietamente, yo me propuse averiguar.

_{fuente de imagen: pixabay}

Como cosa del destino a partir de allí mi vida giró en base al medallón acorazado el cual ceñí a mi pecho desde el mismo momento de su obtención.

El ojo brillaba latente a la vez que trasparentaba en la hondura un mar agitado. Y las pequeñas levas se movían misteriosamente concentrando una sombra, aún más negra, en el ébano.

Según mi pensar, manaba de éste, un erario saber ancestral dictado en voz sublime la cual yo oía, imparable, afanado por darle cauce y a seguir al pie de letra su ordenanza, a donde quiera que esta me guiase, yo lucía con abnegación el amuleto.

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El Olmo desprendía un bosquejo de soflamas, proferidas por el bulbo concéntrico, las cuales confluían en mí como un mandato.

¡Y yo, obediente!, a pesar de tratarse de un murmullo indistinguible, como el azote del viento en la garganta de un acantilado, solo me dejaba llevar.

“¡Ser coleccionista de amuletos no correspondía a una afición aislada, sin razón!, ¡no!, ¡tampoco al hecho de pensar que éstos mantuvieran algún poder o dominancia supersticiosa sobre lo mundano!, indubitablemente, no...”

La naturaleza se habría paso delante de mí, cuando impulsado por el anhelo y a la vez, poseso de la más enfermiza contumacia, abandoné todos los efectos de mi devoción por la fetichería dedicándome de lleno a comprender el lenguaje del Olmo hasta lograr satisfacer mi ansia de descubrimiento entrañada en aquel tacho nucleado que me sermoneaba indicios de un tiempo primigenio.

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Tal fue fue mi fascinación por el tiempo pasado que, ¡Un día cualquiera, común, como algún otro!, bajo las nubes grises, emplomadas al firmamento, ¡estuve yo!, usando mi equipo de escalada, con un sombrero salacot tapujado hasta la ceja, portando botas de caña alta y un traje de montañismo profesional.

¡Os ruego, no me preguntéis cómo! ¡Tanto así, jamás subestiméis al corazón de un Olmo!

Pendía de una cumbre, soportado tan solo por la delgada driza de diez milímetros de diámetro, la cual batía mi cuerpo, indomitable, empujándolo contra una pared de cuarzo a cientos de metros sobre el nivel del mar.

"¡Libraba yo, el tránsito de un alpe escandinavo!", en cuya falda ígnea, afloraban las raíces de la misma orogénesis, sostenido apenas con una mano al saliente de una roca y anclado con mi equipo de rapel a una beta común.

Mientras, observaba con jactancia, un oscuro y tenaz valle de olmos desplegado eminente frente a mí, cubierto por la espesa niebla, que a su vez, bañaba al septentrión enfurecido más equidistante del atlántico.

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Una ciénaga de pedrascas con desembocadura al océano, cuya fronda alineaba a los gigantes negros, como horcos sedientos, que abrevaban en la cavernaria a pie del despeñadero.

Y el viento serpenteaba la oscura marisma, recorriéndola con el murmurio de cientos, olmos, hincados en sus raices desprendiendo sus cáscaras apuntalados al profundo abismo.

Y el valle de olmos procuró el latido de mi talismán y las voces intrínsecas se hicieron una sola. Las levas del medallón se agitaron, cual si fueran brazos y piernas, al tiempo que su faz pulimentada cobró la indiscutible enormidad del más negro corazón.

¡A pesar de tratarse de un murmullo!, como el azote del viento en la garganta de un acantilado, ¡Solo, estaba yo, obediente!

¡Escuchando la soflama de un Olmo!, que confluía en mí como un mandato...

_{fuente de imagen: pixabay}

_FIN

_{[Original Content]
@nachomolina2
2025}

_{Consulta las bases del concurso aquí: The Inkwell Fiction Prompt #231
DeepL fue utilizado para la traducción}