I had an interesting conversation with a friend today. You see, in countries like the one I’m currently living in, things are not entirely above the table, so to speak. There’s no legal framework for doing commerce in crypto, and although I know this to be true, I’m not too worried.

For one, I believe there is no such thing as an ultimate authority on what is moral. Governments, and thus their laws, can be immoral and this shouldn’t surprise anyone with a keen eye. Even if cryptocurrencies were declared illegal here, that wouldn’t deter me from using them or from talking about them like I do.

When it comes to a tool of freedom, there is little to nothing a lawmaker can say that would seduce me into rejecting it. And it’s for this very reason that I truly don’t care if I ever get permission from the powers that be.

I’ll tell anyone who’ll listen what I think is the simple truth behind these laws. But to set the table, let me pose a few questions for you to ponder:

Who are cryptocurrencies hurting? Who are the victims of you selling me something and taking tokens as payment? Who is being left out?

You see, in “the real world,” the government always has one hand—or two, for that matter—inside your pockets. In every single campaign, they promise you solutions, they promise to lower your taxes and make your life better, only to betray that promise as soon as they get into power. But in order for the government to keep you content—to keep you a good little cog inside the machine—you have to play the game by their rules. They need to be able to stick their hand in your pocket whenever they’re running low on funds. Cryptocurrencies don’t work like that.

This whole notion that the government is protecting people by banning cryptocurrencies is nothing but a convenient lie. If crypto were to truly make it, governments might be rendered toothless, so that idea cannot be allowed to prosper.

All that said, I want to point out that even if the government wants to make this whole thing, this peaceful revolution of ours—illegal, there’s simply no way they could. Just like the government can’t stop me from trading a pair of shoes for a pair of shorts with a friend, they can’t stop us from sending each other packages of digital information.

I say this because I want my friends—those who gift me their time when I rant on these subjects—to have the reassurance that although the lion may roar loudly, it’s still inside a cage. All it can do is roar, but it won’t really take action, because it can’t.

Imagine Ecuador, this tiny country where I reside at the moment, taking the ridiculous stance that all cryptocurrencies need to be banned. How would that work? What would be the logistics of such a thing? Would they take everyone’s internet away? Because that’s the only way they could stop it, and there is absolutely no outcome where the government would set itself back decades for the sake of tyrannical control. It would be the biggest self-inflicted wound ever.

So in my opinion, what we ought to do—as people who care about each other’s well-being and the future of those we share our lives with—is to continue down this path of emancipation. A path of knowledge. A difficult path, I’ll admit, but one that will actually yield results.

Because I, for one, don’t buy the lie all politicians sell:

“We are the government, and we are here to help.”

MenO

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Spanish Translation

Hoy tuve una conversación interesante con un amigo. Verás, en países como el que vivo ahora, las cosas no están del todo claras, por así decirlo. No existe un marco legal para hacer comercio con criptomonedas, y aunque sé que eso es cierto, no me preocupa demasiado.

Para empezar, creo que no existe una autoridad definitiva sobre lo que es moral. Los gobiernos, y por tanto sus leyes, pueden ser inmorales —y esto no debería sorprender a nadie que observe con atención. Quiero decir, incluso si declararan ilegales las criptomonedas aquí, eso no me disuadiría de usarlas ni de hablar de ellas como lo hago.

Cuando se trata de una herramienta de libertad, hay poco o nada que pueda decir un legislador para seducirme a rechazarla. Y es precisamente por eso que, sinceramente, no me importa si alguna vez obtengo permiso de los poderes que se creen con la autoridad.

A cualquiera que quiera escuchar, le diré lo que creo que es la simple verdad detrás de estas leyes. Pero para empezar, déjame hacerte algunas preguntas para reflexionar:

¿A quién están perjudicando las criptomonedas? ¿Quiénes son las víctimas si me vendes algo y acepto tokens como pago? ¿Quién está siendo excluido?

Verás, en “el mundo real” el gobierno siempre tiene una mano —o las dos, más bien— dentro de tus bolsillos. En cada campaña prometen soluciones, prometen bajar tus impuestos, prometen hacer tu vida mejor, solo para traicionar esa promesa en cuanto llegan al poder. Pero para que el gobierno te mantenga contento —para que seas un buen engranaje dentro de la máquina— tienes que jugar según sus reglas. Necesitan poder meter la mano en tu bolsillo cada vez que se quedan sin fondos, y las criptomonedas no funcionan así.

Toda esta idea de que el gobierno protege a la gente al prohibir las criptomonedas no es más que la mentira que usan. Si las criptomonedas llegaran a consolidarse, podrían dejar al gobierno sin dientes, y no pueden permitir que esa idea prospere.

Dicho esto, quiero señalar que, aunque el gobierno quiera hacer ilegal todo esto —esta revolución pacífica nuestra— simplemente no puede. Así como el gobierno no puede impedir que yo intercambie un par de zapatos por un par de pantalones cortos con un amigo, tampoco puede evitar que nos enviemos paquetes de información digital.

Lo digo porque quiero que mis amigos —aquellos que me regalan su tiempo cuando me escuchan despotricar sobre estos temas— tengan la seguridad de que, aunque el león ruja con fuerza, sigue dentro de una jaula. Solo puede rugir, pero no va a actuar, porque no puede.

Imagina Ecuador, este pequeño país donde resido ahora mismo, adoptando la ridícula postura de que las criptomonedas no deben existir. ¿Cómo funcionaría eso? ¿Cuáles serían las logísticas de algo así? ¿Le quitarían el internet a todo el mundo? Porque esa es la única forma en que podrían detenerlo, y no existe ningún escenario donde el gobierno se autoinflija una herida tan grande por el bien de un control tiránico. Sería el mayor autogolpe de la historia.

Así que, en mi opinión, lo que deberíamos hacer, como personas que se preocupan por el bienestar de los demás y el futuro de quienes compartimos nuestras vidas, es continuar por este camino de emancipación. Un camino de conocimiento. Un camino difícil, lo admito, pero uno que realmente dará frutos.

Porque yo, por lo menos, no me trago la mentira que todos los políticos venden:

“Somos el gobierno y estamos aquí para ayudarte.”

MenO