Tu cadáver del domingo/Your Sunday Corpse (Esp-Eng)

"Ya no más niñita tierna"

La lluvia comenzó a golpear los cristales justo cuando él llegó a la casa. Solía decirle que amaba ese sonido, que le recordaba a cuando eran jóvenes y se refugiaban juntos bajo los aleros de la estación de tren. Ahora, cada golpe de agua contra el vidrio sonaba como un martillo. Él dejó el abrigo goteando en el perchero, como siempre. Aquel día, su sonrisa era diferentete, no era de duda, era de certeza.

-Sara-dijo.

Y fue como pronunciar una sentencia. Olía a ron barato y a burdel. Ella se mantuvo quieta en el sofá, con el libro abierto en una página que quizás nunca terminaría.

-¿No preguntas dónde estuve?

Su voz era entrecortada, cargada de ese veneno que destilaba desde que los celos se apoderaron de sus venas. Él veía amantes en cada sombra, en cada saludo del cartero, del panadero, en cada like en las redes sociales de un compañero de trabajo o de amigos de antiguas escuelas. Intentaba no pensar esas cosas pero el peso de una duda pueda más que una verdad. Su amor se había convertido en una prisión de cristal, y ella, en un ave que se marchitabada en su interior.

Ella respondió a su pregunta negando con la cabeza, sin atreverse a alzar la vista. El miedo hacia él le provocaba un sabor metálico en la boca, un hielo que recorría su columna pero que sabía disimular muy bien. Él se acercó con pasos silenciosos. Se detuvo frente a ella, tapandando la luz de la lámpara. En sus ojos no había ira, sino una tranquilidad aterradora, la paz espantosa de quien había tomado, tal vez, una decisión irreversible.

-Siempre tan callada y evasiva, no sabes cuanto me molesta eso...

Su mano, la misma que muchas veces le acarició la mejilla con devoción, se cerró alrededor del candelabro de metal que se encontraba en la mesita de la sala . Un regalo que él mismo le hizo en algún aniversario de bodas. Lo sostuvo como si pesara una roca. Ella alzó la vista por fin. Y en lugar de suplicar, solo susurró en acto de desafío:

-Nunca te pertenecí.

Fueron sus únicas palabras, su grito de libertad y luego cerró los ojos. Él sintió como se retorcían sus entrañas y sin poder contener la ira que lo dominaba hacia un tiempo, descargó el candelabro contra el vientre de ella y algo se desprendió en su interior.

Sara, no gritó, no trato de esquivar el golpe seco. Su boca dibujo una sonrisa llena de sarcasmo, él no pudo soportar aquella verdad, la cara de la mujer no era de miedo. El dió dos pasos vacilantes hacia atrás no sé si por el efecto del ron barato o por el dolor punzante que sentía en el pecho donde llevó sus manos con premura y cayó desplomado sobre el suelo por un momento.

Luego de unos segundos se incorporó. Las imágenes desfilaron como una película en blanco y negro. Tantas veces ella le advirtió que el amor se salva, luego que se pierde nada lo salva, antes de que se quiebre. Pero él, obstinado, solo alcanzaba a repetir su mantra de orgullo: "El hombre aquí soy yo...". Una frase vacía que ahora resonaba en el silencio que había creado. Comprendió demasiado tarde que su terquedad había sido el muro que derrumbó su propio castillo. Todo estaba perdido.
Diego tomó el candelabro y ordenó a Sara salir al patio. La sangre chorreaba por sus piernas. Bajo la lluvia, ella obedeció sumida en sus dolores. Él, celoso, la obligó a encender cada vela del candelabro.

-Explica por qué nunca me has pertenecido.

Sara guardó silencio mientras él acariciaba su mejilla. Tras dejar caer el encendedor, Diego le ordenó recogerlo. Ella, lo miró fijamente, sonrió, y arrancó dos velas que clavó en los ojos de él.

-¿Por qué?-gritó Diego.

-Él está conmigo - respondió Sara mientras las campanas de la iglesia doblaban las once.