La Casa de las Sombras Olvidadas

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En un pequeño pueblo rodeado de montañas nebulosas, donde el viento susurraba secretos antiguos entre los árboles, vivían Ana y Nahuel. Ana era una joven de veintidós años, con cabello negro como la medianoche y ojos que brillaban con una curiosidad insaciable. Trabajaba en una cafetería del centro, sirviendo cafés humeantes a los turistas que pasaban por allí, soñando con una vida mejor, lejos de la monotonía del pueblo. Nahuel, su novio desde la secundaria, era un chico de veintitrés, alto y delgado, con una sonrisa traviesa que ocultaba su frustración por no haber logrado nada más que un empleo precario en una ferretería. Juntos, compartían sueños de riqueza rápida, de escapadas a ciudades grandes donde el dinero fluyera como el río que cruzaba el pueblo. Eli era diferente. Era una niña de diez años, con trenzas rubias y una inocencia que contrastaba con la dureza del mundo a su alrededor. Vivía con su abuela en una casita modesta al borde del bosque, donde recolectaba flores silvestres y soñaba con ser exploradora. Eli no conocía a Ana ni a Nahuel más que de vista; los había visto alguna vez en la plaza, riendo y planeando aventuras que ella solo podía imaginar. Pero el destino, caprichoso y cruel, los uniría en una noche que cambiaría todo.
Todo comenzó una tarde de otoño, cuando las hojas caían como lágrimas doradas del cielo. Ana y Nahuel caminaban por el sendero que llevaba al bosque, hablando de sus problemas financieros. "No aguanto más, Nahuel", dijo Ana, apretando su mano. "Mi sueldo apenas alcanza para el alquiler. ¿Y tú? Ese jefe tuyo te explota por nada". Nahuel asintió, sus ojos fijos en el horizonte. "He oído historias sobre la Casa de las Sombras. Dicen que está abandonada desde hace décadas, llena de tesoros olvidados. Joyas, monedas antiguas... Podríamos tomar algo y venderlo en la ciudad. Nadie se enteraría".
La Casa de las Sombras era una mansión derruida en lo profundo del bosque, construida a principios del siglo XX por un rico minero que había desaparecido misteriosamente. Los rumores decían que estaba maldita, que espíritus guardianes vigilaban sus tesoros, pero Ana y Nahuel no creían en fantasmas. Eran escépticos, impulsados por la necesidad y la codicia. "Solo un robo rápido", murmuró Nahuel. "Entramos, salimos, y adiós pobreza".
Esa noche, bajo una luna llena que iluminaba el camino como un faro espectral, se adentraron en el bosque. El aire era frío, cargado de un olor a tierra húmeda y podredumbre. Los árboles se inclinaban como centinelas silenciosos, y el crujido de las ramas bajo sus pies era el único sonido que rompía el silencio. Llegaron a la casa después de una hora de caminata. La fachada, cubierta de enredaderas marchitas, parecía una cara arrugada por el tiempo. Ventanas rotas como ojos vacíos, y una puerta principal entreabierta que invitaba a la oscuridad.
Ana sintió un escalofrío, pero lo atribuyó al viento. "Vamos, no seas cobarde", la animó Nahuel, empujando la puerta con un chirrido que resonó como un lamento. Dentro, el polvo cubría todo: muebles antiguos, cuadros torcidos en las paredes, y un reloj de pared detenido en las 3:33. Exploraron habitación por habitación, linternas en mano. En el salón principal, encontraron un cofre antiguo bajo una escalera carcomida. Dentro, joyas relucientes: collares de perlas, anillos de oro, y un medallón con una inscripción en latín que no entendieron. "¡Esto vale una fortuna!", exclamó Ana, metiendo todo en su mochila.
Pero mientras rebuscaban, no notaron la pequeña figura en las sombras. Eli, esa misma tarde, había seguido un sendero de mariposas hasta el bosque, perdiéndose en su curiosidad infantil. Había oído historias sobre la casa, pero su espíritu aventurero la impulsó a entrar. Ahora, oculta detrás de un armario, observaba a Ana y Nahuel con ojos abiertos de terror. Quería gritar, pero el miedo la paralizó. Cuando ellos se fueron, cargados con el botín, Eli intentó salir, pero la puerta se cerró de golpe, atrapándola dentro.
Al día siguiente, Ana y Nahuel se despertaron en su pequeño apartamento con una euforia que no habían sentido en años. Vendieron algunas joyas en un mercado negro de la ciudad vecina, obteniendo suficiente dinero para pagar deudas y soñar con más. "Ves, no pasó nada", dijo Nahuel, besando a Ana. Pero esa noche, los sueños comenzaron. Ana soñó con una niña gritando en la oscuridad, sus trenzas rubias flotando como algas en un río negro. Nahuel vio sombras que se movían en las paredes, susurrando "devuélvelo". Despertaron sudando, atribuyéndolo al estrés.
Eli, meanwhile, estaba atrapada en la casa. La oscuridad era absoluta, y el hambre comenzaba a roerla. Gritó hasta que su voz se quebró, pero nadie la oyó. En su desesperación, encontró un diario viejo en una habitación superior. Pertenecía al minero, quien escribía sobre una maldición: "Quien robe de esta casa será perseguido por las sombras de los inocentes perdidos". Eli no entendió, pero sintió un frío sobrenatural envolviéndola.
Pasaron los días. Ana y Nahuel gastaron el dinero en lujos: ropa nueva, cenas caras. Pero las pesadillas empeoraron. Ana veía a la niña en espejos, su rostro pálido y acusador. Nahuel oía pasos en el pasillo de su casa, como si alguien los siguiera. Una noche, mientras cenaban, un viento helado apagó las luces. En la oscuridad, Ana sintió una mano pequeña en su hombro. Gritó, y cuando las luces volvieron, Nahuel la encontró temblando. "Hay algo malo con ese lugar", murmuró ella. "Deberíamos devolverlo".
Nahuel se rio al principio, pero luego encontró una perla en su bolsillo que no recordaba haber guardado. Intentó tirarla, pero reapareció en su mesita de noche. Decidieron investigar. Preguntaron en el pueblo sobre la casa. Un anciano en la cafetería les contó la historia: el minero había robado minas a indígenas locales, matando a muchos, incluyendo niños. La maldición era real; atraía a ladrones y los atormentaba con visiones de sus víctimas. "Las sombras buscan justicia", dijo el viejo. "Devuelvan lo que tomaron, o las sombras los tomarán a ustedes".
Ana sintió un nudo en el estómago. Recordó haber visto una sombra moviéndose en la casa esa noche. ¿Había alguien allí? Nahuel, escéptico aún, propuso volver para "exorcizar" sus miedos. Pero en el fondo, sabía que algo andaba mal.
Mientras tanto, Eli sobrevivía a duras penas. Encontró agua en un viejo pozo interno y bayas secas en el jardín trasero, pero la casa parecía viva. Puertas se abrían solas, susurros llenaban el aire: "Robaron... devuélvelo...". Vio apariciones: niños fantasmas con ojos huecos, jugando en las habitaciones. Uno de ellos, un niño indígena con plumas en el cabello, le habló: "La maldición nos ata aquí. Solo se rompe si el ladrón paga". Eli lloró, prometiendo no robar nunca, aunque ella no había tomado nada. La casa la había elegido como testigo inocente.
Esa noche, Ana y Nahuel regresaron al bosque, mochila con las joyas restantes. La luna era roja, como sangre derramada. Al acercarse, oyeron llantos. "Es el viento", dijo Nahuel, pero Ana sabía que no. Entraron, y el aire era más frío que antes. En el salón, encontraron a Eli acurrucada en un rincón, delgada y asustada. "¡Ayúdenme!", suplicó la niña. Ana la reconoció de la plaza. "¿Qué haces aquí?"
Eli contó su historia, cómo los había visto robar y quedó atrapada. Nahuel palideció. "Fuimos nosotros... por nuestra culpa". Intentaron salir, pero la puerta no se abría. Las sombras se movieron, coalesciendo en formas humanas: los espíritus de los indígenas robados y asesinados. Uno, una mujer con un collar similar al que habían tomado, extendió una mano etérea. "Devuélvanlo", susurró, su voz como un eco de siglos.
Ana, aterrorizada, sacó el medallón y lo colocó en el cofre. Pero no fue suficiente. Las sombras se cerraron, tocando sus pieles con dedos helados. Nahuel gritó cuando visiones lo invadieron: vio al minero robando, matando, y luego a sí mismo en el espejo, convirtiéndose en uno de ellos. Eli, inocente, fue protegida por el niño fantasma, quien la guió a una salida secreta.
Ana y Nahuel lucharon por escapar. Corrieron por pasillos que se extendían infinitamente, puertas que llevaban a habitaciones imposibles. En una, vieron su futuro: arruinados, perseguidos por la culpa eterna. "¡Lo siento!", gritó Ana. "¡No debimos robar!" Las sombras respondieron: "La lección se aprende con dolor".
Finalmente, exhaustos, encontraron la salida al amanecer. Eli ya estaba fuera, esperando con la policía que su abuela había alertado tras días de ausencia. Ana y Nahuel fueron arrestados por robo, pero eso era lo de menos. Las sombras los siguieron a casa, en sueños y vigilias, recordándoles que robar no solo quita objetos, sino almas.
Años después, Ana, liberada de prisión, trabajaba en una ONG ayudando a comunidades indígenas. Nahuel, marcado por la experiencia, enseñaba a jóvenes sobre honestidad. Eli creció fuerte, contando la historia como advertencia. La enseñanza era profunda: robar erosiona el espíritu, invita a la oscuridad, y la verdadera riqueza viene de la integridad, no de lo ajeno. Porque en el robo, uno no solo pierde libertad, sino que despierta sombras que nunca duermen.
Volvamos al principio, con más detalle. El pueblo se llamaba Monte Oscuro, un lugar donde las leyendas se entretejían con la realidad cotidiana. Ana había crecido allí, hija de un minero que murió en un accidente, dejando a su familia en la pobreza. Eso la impulsaba: no quería el mismo destino. Nahuel, huérfano desde joven, había aprendido a sobrevivir con astucia, pero nunca cruzando líneas... hasta ahora.
La noche del robo fue meticulosamente planeada. Compraron guantes, linternas, y una mochila grande. Caminaron en silencio, el corazón latiendo fuerte. Dentro de la casa, cada habitación contaba una historia. En el dormitorio principal, encontraron cartas amarillentas: el minero escribía a su esposa sobre remordimientos por robar tierras sagradas. "Los espíritus me persiguen", decía una. Ana las leyó por encima, riendo nerviosamente. "Supersticiones".
Eli, esa tarde, había escapado de casa tras una discusión con su abuela por no hacer tareas. "Solo un paseo", pensó. Siguió un conejo blanco hasta el bosque, como en un cuento, pero este no era de hadas. Entró en la casa por una ventana rota, explorando con wonder. Oyó voces: Ana y Nahuel. Se escondió, pero al intentar salir, un viento cerró todo.
Los días de Eli en la casa fueron un infierno lento. Hambre, sed, miedo. Las apariciones comenzaron sutiles: una risa infantil en la noche, una sombra pasando. Luego, más vívidas. El niño indígena, llamado Kael, le contó su historia: robado de su tribu, muerto en las minas. "La casa guarda nuestros dolores. Quien roba, revive nuestro sufrimiento".
Ana y Nahuel, en su euforia inicial, ignoraron señales. El dinero se gastaba rápido: un viaje a la playa, regalos. Pero las noches eran tortuosas. Ana soñaba con Eli, aunque no sabía su nombre: la niña atrapada, llamándola "ladrona". Despertaba con marcas en los brazos, como arañazos. Nahuel hallaba joyas moviéndose solas, formando palabras: "DEVUELVE".
La investigación en el pueblo reveló más. El anciano, don Manuel, era descendiente de indígenas. "La maldición es justicia poética. Robar es violar el equilibrio. Los espíritus usan inocentes como Eli para recordarlo". Ana lloró al oír de la niña desaparecida; carteles por todo el pueblo.
El regreso fue épico en terror. El bosque parecía vivo, ramas como garras. Dentro, Eli estaba débil, pero viva. Las sombras atacaron: visiones de robos pasados, dolores ajenos inundando sus mentes. Ana vio a su padre muriendo por codicia minera. Nahuel sintió el peso de generaciones robadas.
Escaparon por poco, devolviendo todo. Pero la lección perduró: robar no es solo un acto; es una cadena que ata al ladrón a la víctima, invitando oscuridad eterna. Ana, en su nueva vida, enseñaba: "La honestidad construye puentes; el robo, tumbas". Nahuel escribía libros sobre ello. Eli, adulta, protegía el bosque, asegurando que nadie olvidara.
El cuento termina con una reflexión: en un mundo de tentaciones, la verdadera fuerza está en resistir. Robar parece fácil, pero su precio es el alma, perseguida por sombras que no perdonan. Y así, en Monte Oscuro, la paz volvió, pero la casa permanece, esperando al próximo ladrón imprudente.
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