El teléfono empezó a sonar. Era su hijo.

—Papá, no te muevas de la casa. Escóndete. No abras a nadie.

De inmediato, la llamada se cortó. El tono de su hijo lo dejó paralizado, como si las paredes de su hogar se hubieran vuelto ajenas.

Miró por la ventana: la calle estaba desierta, solo veía un sedán negro estacionado justo frente a su casa. No era conocido. Un movimiento mínimo dentro del vehículo le anunció que alguien lo observaba.

Cerró persianas. El corazón le latía con fuerza, su cara se puso roja y las arterias de su cabeza parecían danzar en un desorden

Sin saber la razón a su mente llegó un paquete que su hijo le había entregado una semana atrás, envuelto en papel marrón, sin más detalles. “Guárdalo. No lo abras hasta que yo te lo diga.” Nunca preguntó por qué.

Corrió a la última habitación de la casa. Allí, abrió el envoltorio con torpeza. Dentro, una carpeta con documentos, fotografías borrosas de rostros desconocidos… y una nota: “Si estás leyendo esto, ya es tarde.”

Un golpe seco arriba. Luego otro.

Alguien había entrado.

Cerró la puerta con seguro. Las pisadas se acercaban lentamente. Él respiraba con dificultad, apretando en su mano un viejo destornillador.

Cuando la perilla giró, pensó en su hijo. En su advertencia.

La puerta se abrió con un chirrido lento… y una figura encapuchada lo miró directo a los ojos.

—Papá —susurró la figura—, hay algo más que no te dije…

Y el teléfono volvió a sonar.