Al principio el instinto fue nuestro guía. No necesitábamos ni brújulas, ni relojes, ni libros de autoayuda. Bastaba con escuchar esa voz visceral, que sabía más de la vida que cualquier doctorado. Pensando que éramos más sabios, cambiamos nuestro guía por una supuesta seguridad, de comodidad, de normas sociales que prometían civilización. Y vaya que lo logramos: dominamos el fuego, construimos imperios, inventamos redes para conectar al mundo. Sin embargo, algo se nos quedó en el camino. Algo se nos extravió. ¡El instinto!

En algún punto, llegamos a la conclusión de que evolucionar era dejar de sentir. Nos enamoramos de lo predecible. Silenciamos el rugido que nos protegía y aprendimos a temerle al deseo, a la ira, al contacto. De todo eso obtuvimos a cambio cuerpos cansados, emociones suprimidas, y una sociedad hipervigilada, donde incluso sentir se vuelve sospechoso.

A mi parecer, esta iniciativa es sin duda, una rebelión frente al adormecimiento. Nos invita a desenterrar eso que todavía vibra dentro de cada uno. Nos propone que debajo de lo lógico, hay una corriente subterránea de emociones que, si no se canalizan, se pudren.

No trato de romantizar el salvajismo. Se trata de reconocer que hay sabiduría allí, una brújula que quiere apuntar. El instinto de conservación no es correr ante el peligro, es también saber cuándo parar, cuándo soltar el celular y decir esto no me hace bien.

Ahora, hablando del instinto de agresividad, pienso que lo hemos demonizado, confundimos firmeza con violencia. La agresividad sana, la que nace para poner límites, es tan necesaria como el aire. Reprimirla no nos hace civilizados: nos hace sumisos, frustrados. Lo mismo ocurre con el instinto de seducción. No hablo del coqueteo banal, sino de esa fuerzan natural de mostrar nuestra luz, de sentirnos deseables, capaces de inspirar.

No creo que hayamos perdido el instinto, en realidad solo lo hemos encerrado en una cárcel con barrotes de rutina y miedo. Basta con una chispa, un encuentro, un texto, una canción, para que esa fuerza ascienda desde el estómago hasta la garganta, sin pedir permiso.

Este ejercicio de escribir sobre el instinto es excavar entre capas de educación y represión, para rescatar lo que nos mantenía vivos antes de que todo se volviera un trámite.

Vivimos en tiempos de saturación de informacion y de baja emocionalidad. Hablamos de saber de todo sobre la salud mental, pero olvidamos llorar, gritar, tocar la tierra. Hablamos sobre mindfulness mientras corremos de un lado a otro, sin aliento. Esta contradicción constante nos vuelve extraños de nuestras propias vidas. Y el instinto no puede vivirse desde el balcón: exige estar.

Soltar el lastre y dejar que el instinto salga a flote es un llamado a regresar a lo auténtico. Debemos recuperar la confianza en nuestras sensaciones. A integrar lo emocional, lo físico, lo espiritual, en un solo combo.

La gran ironía es que, al negar el instinto, no nos volvemos más racionales, sino más torpes. Pensamos que somos libres, pero vivimos presos de estructuras. Decimos que hemos evolucionado, pero no sabemos dormir bien, ni amar sin miedo, y lo más reciente: sostener una conversación sin pantalla de por medio. El precio de tanta supuesta evolución ha sido altísimo: perdimos la capacidad de reconocernos como animales sensibles.

Y, sin embargo, el instinto solo espera que lo desenterremos. A veces se filtra en una lágrima sin razón, en forma de ira mal dirigida. A veces en un deseo de bailar, de correr, de ir a una iglesia. El instinto, ese escondido, es como un musculo que no se ejercita, pero cuando lo convocamos, vuelve fuerte.

Esta iniciativa nos ayuda a honrar ese pedazo de humanidad que no cabe en dispositivos electrónicos, que no está en algoritmos.

Opino que debemos dejar de ser criaturas salvajes disfrazadas de ciudadanos. Debemos darnos la oportunidad de sentir más para vivir mejor. De dejar de pensar tanto en estupideces de sobrevivencias y empezar, de una vez por todas, a vivir.