Estaba yo en mi trote matutino en el Parque del Este de la ciudad de Caracas cuando, muy cerca de la réplica de la carabela de Cristóbal Colón, la Nao Santa María, tropecé con una lata.

Me pareció una irresponsabilidad que alguien hubiese dejado en el camino una lata, lo que para mí era basura. Irresponsable esa persona, porque para eso están los cestos de basura. Pero a veces las personas son indolentes y, por lo tanto, están cubiertas de desidia.

Me incliné para tomar la lata y, para mi sorpresa, estaba sellada y parecía contener algo. Al ver la etiqueta, me quedé con la boca abierta: decía “Una lata llena de besos; cuidado al abrir”. No apto para cardíacos ni para niños.”

Eso me despertó la curiosidad. Nunca me había topado con algo parecido y, a la vez, tan ridículo. Pero la curiosidad me atormentaba y, antes de colocar la lata en el cesto, me dije que debería abrirla para ver qué contenía.

Sin embargo, mi sabiduría me dijo que lo mejor era echarla al cesto de basura y seguir con mis ejercicios matutinos. Así lo hice: lancé la lata y seguí mi trote. Pero algo raro sucedió.

Resulta que, mientras seguía trotando y con mis audífonos puestos escuchando a George Harrison, me di cuenta de que había trotado en círculos y había llegado al mismo punto donde me había encontrado la lata de besos. Pero eso no fue lo raro. Lo raro era que la lata no estaba en la basura, sino exactamente en el sitio donde me la había encontrado minutos antes. Me rasqué el coco.

Interpreté que había sido un descuido mío y que realmente nunca la recogí, y mucho menos la eché en el cesto. Así que procedí a asegurarme de levantarla, leerla nuevamente y echarla a la basura. Ajusté mis audífonos y mis lentes oscuros, y seguí en mi trote.

¡No joda!, otra vez había trotado en círculo y me volví a encontrar la lata. Miré al cielo y pregunté:
“¿Qué coño está pasando? ¿Me estaré volviendo loco?”
Le di una patada a la lata y seguí.

No lo vas a creer: volví al mismo sitio y otra vez la maldita lata estaba allí, como esperándome.

La recogí y esta vez le hablé:

—Mira, lata loca, ¿qué quieres de mí? ¿Qué es lo que está pasando? Me estás volviendo loco.

Y miré la etiqueta.

“Lata de besos para Leonardo. Destape bajo su propio riesgo de tener felicidad.”

¡Coño!, eso no lo decía antes. Decidí abrirla. Tenía un aro abre-fácil.

Al abrir la lata, sentí que algo se escapó, pero no vi nada. Ni humo, ni olor, ni siquiera un genio. Me dije que alguien me quería echar una vaina. Boté la lata y esta vez me aseguré de escoger bien por dónde caminaba.

El camino no fue el mismo, pero más me llamó la atención que, a medida que avanzaba, todo se llenaba de colores cálidos y hermosos: flores por todos lados, pajaritos, gente que me miraba con cariño y me saludaba. Cuando me detuve para observar mejor, apareció ella.

Una mujer con una cara angelical, cabello rojizo, ni muy baja ni muy alta, y con una sonrisa que me atrapó enseguida. Era la chica de mis sueños, la que había aparecido en ellos desde que era adolescente. Sentí que el corazón quería salirse de mi pecho. La mirada fue profunda, mutua y acompañada de un silencio que se hizo eterno… hasta que ella lo rompió.

—No sé por qué he llegado hasta aquí varias veces. Me estoy volviendo loca. Una lata allá atrás me dijo que por este camino encontraría al hombre de mi vida y que las señales serían unos lentes oscuros, unos audífonos y unos pantalones de trote ridículamente llenos de pelotas.

Coño… esos eran mis pantalones para hacer ejercicios. Menos mal que no describió mi bóxer.

Pues la mujer me saltó encima y me dijo:

—Prepárate… te voy a dar un latazo.

Lo demás es otro cuento.

Hasta aquí mis cinco minutos, y creo que me pasé.