Los recuerdos son bichos que se activan cuando no se buscan. Ellos tienen vida y expropian la mente sin que uno esté preparado. Conmigo siempre es así. Sin querer uno que otro aparece, ya sea negativo o positivo. Estos últimos son los que se encienden a menudo. Esas escenas martilladas en piedra me sostienen cuando siento que la vida quiere doblarme.

Con frecuencia, vuelvo a pasar por el corazón aquellas conversaciones con mi papá. Eran horas y horas de clases magistrales. Toda una mezcla de vivencias, amor, mucha sabiduría y paciencia. Ese hombre fue maravilloso. ¡Cuánto lo amo! Todavía escucho su voz potente y a la vez pausada, explicándome con detalles la importancia de las cosas. Me entrenaba para el viaje de la vida y yo no me daba cuenta. Ahora lo sé cuándo levitan esos recuerdos.
También están los momentos con mi hermano Enrique, que también partió. Compartir con él fue uno de los episodios más genuinos que me dio la vida. Recuerdo nuestras bromas, las echaderas de vaina y los viajes a Boca de Uchire, donde el mar era cómplice de nuestras vagabunderías. Hoy, recordar a mi hermoso hermano, duele, pero el dolor es apenas una epidermis; debajo de ello está la gratitud inmensa por haberlo tenido en mi vida.

No todos los recuerdos vienen con fuegos artificiales. Hay dos en particular que pesan y abren las compuertas de los lagrimales. El día en que me fui de Venezuela y tuve que dejar a mis chamos, y cuando regresé, ellos iban de salida. El pecho se me abrió. Esa doble pérdida me destrozó, me dejó vacío y hoy no logro superar ese acontecimiento. No es un recuerdo que busco, es un recuerdo que me caza y me dice que la vida también se escribe con ausencias.
Sin embargo, no todo ha sido pérdida. Hay recuerdos que me llenan de inmensa satisfacción, como el día en que compré mi primer apartamento. Apenas tenía 23 años y aquel logro me hizo sentir invencible. Esa sensación sigue siendo un faro que me resalta que la constancia y el trabajo abren puertas.

He aprendido que los recuerdos negativos se transforman. Cuando uno de ellos llega, trato de administrarlo con calma, de reconocer el dolor que me trae, y luego lo coloco junto a los buenos, para que se equilibren. Porque estoy convencido de que ambos son necesarios para complementar al ser humano.

¿Qué recuerdos busco coleccionar?

Los que me dan la certeza de que vivir vale la pena: un abrazo, una conversación, una carcajada que me haga doler el estómago. No quiero acumular objetos, quiero acumular momentos que me hagan sentir, que me hagan sonreír.

Y estoy convencido de algo; cuando llegue el recuerdo final, ese que rellene todos los vacíos y me acompañe en el adiós, ella estará allí. Esa mujer que tal vez aún no conozco, pero que sé que existe. Será un recuerdo tan poderoso que hará que la partida no sea dolorosa, sino llena de luz.

Al final, los recuerdos son las huellas que nos demuestran que hemos vivido. Y yo, con todas mis cicatrices y alegrías, sigo coleccionando los míos.