REMEDIOS PARA EL ALMA (42)

REMEDIOS PARA EL ALMA (42)

Recuerda:

Todos de una u otra forma nos encontramos en búsqueda de la "felicidad plena". Y así andaba yo, pensativo hasta que mi esposa me llamó y dijo que no podría ir a la reunión de una de las escuelas de mis hijos, porque tenía que estar en la del otro.
Y así fue que llegué a visitar ese establecimiento. Mi alma se pobló de recuerdos, en otro sitio y hace tiempo yo también fui un niño de guardapolvo blanco, que sepultados quedaron esos momentos.

Cumplí con la reunión de padres y cuando salí del salón donde se llevó a cabo la junta, vi una gran pizarra verde que exhibía dibujos hechos por alumnos de la escuela. Uno llamó increíblemente mi atención, era mágico, único, emanaba paz y creí a través de él ver el corazón feliz de aquel pequeño gran artista que pudo traspasar el papel y penetrar el alma de un ahora admirador de su obra.

Sentí una inmensa curiosidad por conocer a la criatura o por lo menos algo más de ella, y le pregunté a la primer maestra que vi si sabía quién era el autor de dicho dibujo. Respondió: "Es Mariangel". ¿Desea conocerla? Y ahí, tuve que vencer un poco de vergüenza, pero era tan grande la admiración que me invadía que sin poder pensar salió de mi boca un rotundo "sí".

Acto seguido, salimos al patio donde los niños se encontraban en una especie de recreo hasta que se despejara por completo el establecimiento de padres citados a las diferentes reuniones. Me la señaló y ahí estaba. En un segundo pude comprender todo.

La inmensa mayoría de los pequeños corría y saltaba de un lado al otro, y ella estaba sentada en el suelo con sus pies descalzos, un pincel entre los dedos de su pie izquierdo y felizmente pintando. La docente me explicó que había llegado a este mundo sin brazos, pero su coeficiente intelectual era exactamente igual al de otros niños, y debido a que nunca tuvo brazos, su adaptabilidad era increíble.

A eso sí, amaba dibujar y soñaba con ser una gran y renombrada artista. Su nombre era perfecto, emanaba luz de su pelo, de su rostro, de sus ojos y hasta de su risueña y pícara sonrisa. Y ahí estaba, como en otro mundo, enajenada en su propia y mágica realidad, y por seguro inmensamente feliz.

Cuando me retiré y por fin pude subir al auto, lloré desconsoladamente. Cuántas excusas nos ponemos para ir por nuestra felicidad. De seguro esa niña hizo mejor mi vida y me ayudó a entender que debo encontrar mi "qué", me hace plenamente feliz.

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