A family outing to Araya, the salty charm of eastern Venezuela [Eng-Esp]

Saludos amigos viajeros del mundo! Para mi es un gusto acompartir mi visita a Araya, un bello rinconcito del oriente venezolano donde se puede disfrutar desde la vista hasta un chapuzón en sus preciosas aguas azuladas. Acompáñenme y les muestro el recorrido.

En una de esas escapadas familiares que quedan grabadas en el corazón, tuvimos la dicha de visitar Araya, un pequeño pueblo oriental que parece detenido en el tiempo. Lleno de historia, colores y esa calidez que solo los lugares del oriente venezolano pueden ofrecer.

Fue un regalo inesperado, aunque solamente pasamos por el lugar, nos hubiese encantado quedarnos más tiempo para disfrutar de esas deliciosas empanadas de cazón y el clima caribeño que nos encanta.

Desde el momento en que llegamos, Araya nos cautivó con su sencillez. Las calles, con sus casas de colores desteñidos por el sol y el viento marino, parecían contarnos historias antiguas. Cada esquina tenía un toque especial, y mientras caminábamos, podíamos sentir el ritmo pausado de la vida local, el saludo amable de sus habitantes y ese aire salobre que venía del mar, mezclado con la brisa cálida que nos acompañó durante todo el recorrido.

Uno de los primeros lugares por los que pasamos fue la iglesia del pueblo, un lugar tranquilo y con un toque de pertenencia que hace sentir orgullosos a los lugareños. Una construcción sencilla, que tiene un encanto profundo.

Pasamos por las famosas minas de sal de Araya, un lugar que nos dejó sin aliento. Ver la extensión de los montones blancos reflejando el sol como si fueran espejos fue una imagen que parecía sacada de un sueño.

El paisaje, tan distinto a cualquier otro, nos hizo comprender por qué este sitio ha sido tan importante desde hace siglos. La historia de la sal de Araya, con su castillo y su pasado colonial, se siente en el aire, y caminar por allí fue casi como retroceder en el tiempo.

Nos maravilló la manera en que la naturaleza y la historia se mezclan en este lugar. El contraste entre el azul del mar, el blanco brillante de la sal y el ocre de la tierra forma una paleta de colores que hipnotiza. Tomamos muchas fotos, pero más allá de eso, nos quedamos con la sensación de haber vivido algo auténtico, lejos del ruido de la ciudad y cerca de lo esencial.

Vimos como empieza un desierto, una parte de la geografía de este estado. Es simplemente asombroso la dorma en que la naturaleza distribuye su bellezas.

Al final del día, nos sentamos frente al mar a contemplar el atardecer. El sol se hundía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados. Fue el cierre perfecto para un paseo lleno de momentos simples pero profundamente significativos.

Araya nos recordó que la belleza no siempre está en lo moderno o lo grandioso, sino en la autenticidad, en los detalles que cuentan historias y en la compañía de quienes amamos. Ese día, entre risas, fotografías y el viento salado, comprendimos que esta visita era un regalo, uno que nos conectó como familia y nos dejó un pedacito del alma impregnado de sal y sol.

Gracias por acompañarme en este recorrido. Nos vemos en una próxima oportunidad. Chao!