Hola, les envío un abrazo fuerte desde este rincón del mundo, mi blog.

A la mayoría de las personas nos gustan las plantas. Unos las cultivan para recibir el bien de la cosecha, otros las aprecian como ornamento o para comercializarlas, y están aquellos que, como la abuela Aneida, las aman simplemente por existir, por acompañarnos y engalanar el espíritu con su presencia.

Llegar a la casa de la abuela siempre es motivo de alegría, aunque ya el abuelo Luis no esté. Allí, junto a su sonrisa tenue y su apacible andar, siempre está el verde intenso y vivo de sus plantas. Ella les dedica parte de cada día, con gran devoción . Siempre las llama “maticas”, con ese cariño que solo dan los años de complicidad con la tierra.

Desde que yo recuerdo la casa ha estado habitada por una multitud de especies. Algunas llevan décadas con ella, resistiendo el paso del tiempo con cierta nobleza; otras llegaron para reemplazar a aquellas que, después de una vida frondosa, cumplieron su ciclo. Pero siempre hay vida. Siempre hay hojas que saludan desde una maceta y flores que estallan en colores inesperados.

Las hay con flores blancas, rojas, rosadas, y otras como los crotos, que no necesitan florecer para lucir sus hojas multicolores.
Se puede ver hasta una burbuja de jabón de las que mi sobrina hace en sus juegos. Cada una recibe una dosis diaria de amor silencioso y meticuloso. Es un amor que pasa desapercibido para quien no presta atención y se materializa en el riego justo para las que lo piden, la rotación hacia donde el sol las acaricia mejor, la poda con tijeras afiladas, los cambios de tierra y la preparación esmerada del sustrato. Hasta las mudanzas de maceta, para que las raíces no sufran, lo hace con la delicadeza de quien cuida a un ser querido.

Y no termina ahí. La abuela Aneida jamás ha sido egoísta con su jardín. Constantemente regala esquejes, gajos o plantitas recién nacidas. Lo hace con la esperanza de que alguien más se anime a cuidarlas, a dar amor y recibirlo a cambio, a tener un pedacito de verde y flor en su propia casa. Para ella, una planta no representa solo decoración: es un acto de confianza en la vida, un gesto de paciencia y un recordatorio de que crecer siempre vale la pena.

Sería tan bonito poder documentar ese ritual diario, ese diálogo mudo entre sus manos y las hojas. Pero algunos gestos no necesitan cámaras ni palabras. Basta con verla caminar entre sus "maticas" tocando un tallo, acomodando una rama, sonriendo leve como suspiro. Ahí, entre la clorofila y la tierra se encuentra su alegría. La felicidad que da ofrecer amor sin que lo pidan.

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Soy Médico Microbióloga, amante de la naturaleza, las letras, la música, la cocina y la vida en sí. Férrea defensora de la familia y los niños

Los textos son creados por mi, sin uso de IA

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ENGLISH VERSION

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Hi everyone, sending a big hug from my little corner of the world, right here on my blog.

Most people like plants. Some cultivate them for the benefit of the harvest, others appreciate them as ornaments or to commercialize them, and then there are those who, like Grandma Aneida, love them simply for existing—for accompanying us and adorning our spirit with their presence.

Arriving at Grandma’s house is always a joyful occasion, even though Grandpa Luis is no longer there. There, alongside her gentle smile and calm demeanor, is the intense, living green of her plants. She dedicates part of each day to them, with deep devotion. She always calls them her “little plants” – “maticas” – with that affection born only from years of companionship with the ground.

For as long as I can remember, the house has been home to a multitude of species. Some have been with her for decades, resisting the passage of time with a certain nobility; others arrived to replace those that, after a lush life, completed their cycle. But there is always life. There are always leaves waving from a pot and flowers bursting with unexpected colors.

Some have white, red, or pink flowers, and others, like crotons, don’t need to bloom to show off their multicolored leaves. You can even see one of the soap bubbles that my niece makes when she plays.
Each one receives a daily dose of silent, meticulous love. It’s a love that goes unnoticed by those who don’t pay attention, a love materialized in the precise watering for those who need it, rotating them to where the sun caresses them best, pruning with sharp scissors, changing the soil, and carefully preparing the substrate. Even repotting, so the roots don’t suffer, is done with the delicacy of someone caring for a loved one.

And it doesn’t end there. Grandma Aneida has never been selfish with her garden. She constantly gives away cuttings, sprouts, or newly born little plants. She does it hoping someone else will dare to care for them, to give love and receive it in return, to have a little piece of green and flowers in their own home. For her, a plant isn’t just decoration: it’s an act of trust in life, a gesture of patience, and a reminder that growth is always worth it.

It would be so beautiful to document that daily ritual, that silent dialogue between her hands and the leaves. But some gestures don’t need cameras or words. It’s enough to see her walking among her “maticas,” touching a stem, adjusting a branch, smiling softly like a whisper. There, among the chlorophyll and the soil, lies her joy. The happiness that comes from offering love without being asked.

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I am a Doctor of Microbiology, a lover of nature, literature, music, cooking, and life itself. A staunch defender of family and children.

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