El silencio de su garaje se quebró con un rugido metálico. Allí, reluciente bajo un lienzo negro, estaba su deportivo Fan Tom GTi, una bestia mecánica de líneas agresivas y un motor que ronroneaba con la potencia de un riff de hard rock. Fan Tom, ya ataviado con su indumentaria, deslizó una mano enguantada sobre el capó. Su máscara del Fantasma de la Ópera, blanca y eternamente fija en su expresión de dolorosa elegancia, ocultaba el rostro que nadie en Buskeria recordaba.

Abrió la puerta, se acomodó en el asiento de cuero y, con un giro de llave, el Fan Tom GTi cobró vida. Salió del garaje como una sombra, sus faros iluminando el camino vacío. No encendió la radio; la única música que importaba esa noche la llevaba él. Sobre el asiento del copiloto, reposaba en su estuche la Fan Tom Axe. No era una guitarra cualquiera. Su cuerpo, tallado en madera de ébano con formas de llamas, tenía el mástil incrustado con madreperla que brillaba con luz propia. Era una extensión de su alma, el instrumento con el que, según la leyenda, podía rasgar la misma tela de la realidad.

El deportivo serpenteaba por las calles desiertas de Buskeria. Atravesó la Avenida de las Baladas, pasó junto al Estanque de los Suspiros Armónicos, y se dirigió hacia el lugar más sagrado: el Teatro de las Almas en Sinfonía. Un coliseo antiguo, de columnas griegas y un escenario que había visto nacer las canciones más bellas y trágicas del reino. Nadie lo veía, pero todos sentían su paso. Era una vibración sorda, un bajo distante que hacía temblar los cristales de las ventanas. Los niños de Buskeria susurraban historias sobre el Hombre del GTi, la Máscara y el espectro que una vez al año venía a tocar su canción. Fan Tom estacionó frente al majestuoso teatro, las puertas, siempre cerradas para los demás, se abrieron para él con solo avanzar. Cruzó el vestíbulo, sus pasos resonaban en la inmensidad del anfiteatro. El aire era frío y olía a polvo de siglos y resina de violín.

Al llegar al escenario, abrió el estuche. La Fan Tom Axe brilló, hambrienta. La enfundó sobre su pecho y se conectó a un amplificador fantasma que solo él podía ver. Por un momento, hubo un silencio absoluto, la pausa dramática antes del estallido.