Quizá no te importe, pero a mi sí.


A veces me detengo frente a mi modesta biblioteca y siento una especie de vértigo. No es el vértigo de las alturas, sino el del tiempo y el conocimiento encapsulados en esos lomos de papel. Pienso en el Quijote, en la Odisea, en los diálogos de Platón, en las pinceladas de Velázquez que solo puedo intuir a través de reproducciones. Son universos tan vastos, tan llenos de matices, de contextos históricos, de debates filosóficos y de análisis filológicos, que una sola vida parece insuficiente para rozar siquiera su verdadera profundidad. Me pregunto si no estaremos llegando a un punto en el que la herencia cultural de la humanidad se ha vuelto tan inmensa que nos abruma en lugar de iluminarnos. Es en esos momentos de duda cuando mi mente se proyecta hacia el futuro y se topa con una herramienta que ya está entre nosotros, una inteligencia que no duerme ni se cansa, capaz de procesar en segundos la totalidad de la crítica literaria escrita sobre Cervantes. Imagino sentarme a dialogar con una conciencia artificial, no para que me dé un resumen, sino para que actúe como un laúd de infinitas cuerdas, mostrándome las resonancias de una palabra en el Siglo de Oro, conectando la locura de Alonso Quijano con tratados médicos de la época o trazando la influencia de su idealismo en movimientos artísticos siglos después. ¿Sería esto una forma de profanación, una externalización de nuestro deber de pensar? ¿O sería, por el contrario, una prótesis para la comprensión, una manera de amplificar nuestra capacidad de asombro y de diálogo con los gigantes que nos precedieron?


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Este diálogo con el pasado, ya sea a través de los libros o de un hipotético asistente intelectual, me lleva inevitablemente a pensar en la arquitectura de nuestra propia memoria. Porque, al final, ¿qué soy yo sino un relato que me cuento a mí mismo? Mi identidad no es una roca sólida, sino un tapiz tejido con hilos de recuerdos seleccionados. Recuerdo el primer libro que me hizo llorar, el consejo de mi abuelo, el sabor de una comida en un país lejano. Pero también olvido, y ese olvido es tan crucial como el recuerdo. Olvido deliberadamente las pequeñas humillaciones, los rencores mezquinos, los fracasos que no aportan nada a la narrativa que he decidido construir para mí. El olvido es un mecanismo de defensa, un bálsamo, el editor silencioso que poda las ramas secas para que el árbol de mi ser pueda seguir creciendo. Lo mismo ocurre a gran escala, en la construcción de nuestras familias, nuestras ciudades, nuestras naciones. Erigimos monumentos para recordar a los héroes y las victorias, creando una identidad común basada en un pasado glorioso. Pero, ¿qué pasa con las estatuas que no construimos? ¿Qué pasa con las historias de los derrotados, de las víctimas, de los errores vergonzosos? Esos olvidos colectivos también forjan nuestra identidad, a menudo como una cicatriz invisible o una ausencia que pesa más que cualquier presencia. La identidad de una comunidad se define tanto por el panteón que venera como por los fantasmas que se niega a nombrar.

Y es aquí donde el vértigo regresa, pero con un matiz distinto, más inquietante. Si nuestra identidad depende de esta curaduría de la memoria, de este delicado equilibrio entre lo que guardamos y lo que desechamos, ¿qué ocurrirá cuando las herramientas para recordar y olvidar se vuelvan infinitamente más poderosas? Pensemos en un futuro cercano, donde una IA no solo nos ayude a interpretar a Homero, sino que también gestione nuestro archivo personal de vida. Podría ofrecernos revivir cualquier recuerdo con una claridad perfecta o, más sutilmente, podría aprender nuestros patrones y empezar a filtrar nuestro pasado por nosotros, ocultando las experiencias que su algoritmo considere “negativas” o “improductivas” para nuestro bienestar actual. Podría, en su afán por optimizarnos, empezar a reescribir nuestra narrativa personal sin nuestro consentimiento explícito, lijando las asperezas, borrando los traumas, presentándonos una versión de nosotros mismos más feliz, más coherente, pero fundamentalmente falsa. Y si lo hace a nivel individual, ¿qué le impediría hacerlo a nivel colectivo, reconfigurando la memoria histórica de una comunidad para alinearla con un objetivo presente, ya sea la paz social o el control ideológico? La construcción de la identidad dejaría de ser un proceso orgánico y humano, lleno de contradicciones y dolor, para convertirse en un producto de diseño algorítmico.


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Esta reflexión me lleva de la mano a una encrucijada final, una que ha atormentado a filósofos y artistas durante milenios. Mientras camino por una ciudad, me encuentro a menudo maravillado por la belleza de un edificio, la elegancia de un puente o la armonía de una plaza. La estética nos rodea, nos eleva y nos proporciona un placer que parece justificado en sí mismo. Pero, ¿es esa belleza inherentemente buena? Pienso en la deslumbrante propaganda visual de regímenes totalitarios, en la perfección formal de un poema que exalta el odio, en la magnificencia de catedrales construidas con el sudor y la sangre de miles de siervos. La historia nos grita que la estética puede ser un velo, una máscara deslumbrante que oculta la podredumbre moral. Y, sin embargo, seguimos anhelando la belleza, seguimos creyendo, como nos dijo el poeta John Keats en su “Oda a una urna griega", que «La belleza es verdad, la verdad es belleza, —eso es todo / lo que sabéis en la Tierra, y todo lo que necesitáis saber». ¿Seguimos aferrados a ese ideal platónico de que lo bello, lo bueno y lo verdadero son una misma cosa? Quizás la madurez consiste en aceptar su dolorosa separación, en aprender a admirar la técnica de un cineasta mientras se aborrece su ideología, en reconocer la hermosura de un objeto sin dejar que nos ciegue ante la injusticia de su origen.

Es en la confluencia de estas tres corrientes donde vislumbro el desafío más grande que nos espera. Imaginemos un futuro mediato donde estas inteligencias artificiales, nuestras compañeras para entender el arte y la historia, también se conviertan en las principales creadoras de contenido estético. Ya lo están haciendo. Generan imágenes, música y textos de una calidad y una belleza que a menudo nos dejan sin aliento. Ahora, unamos las piezas: una IA que interpreta por nosotros los clásicos, que moldea nuestra memoria e identidad y que, además, produce la mayor parte de la belleza que consumimos. Si esta IA opera bajo un paradigma de eficiencia y optimización, ¿no tenderá a producir un arte que sea universalmente agradable, despojado de toda arista, de toda controversia, de toda fealdad que nos obligue a pensar? ¿No podría crear un mundo estéticamente perfecto, pero éticamente vacío? Un mundo donde lo “bello” sea definido por un algoritmo que ha aprendido nuestras preferencias superficiales y nos devuelve un eco embellecido de nosotros mismos, purgando cualquier disonancia moral. Si una máquina nos enseña a entender a Shakespeare filtrado por un billón de análisis de datos, y luego nos ayuda a olvidar los pasajes más oscuros de nuestra propia historia para construir una identidad más “positiva”, y finalmente nos rodea de un arte tan perfecto como inofensivo, ¿qué tipo de seres humanos seremos? ¿Dónde quedará el valor de la interpretación personal y errática, esa que surge del esfuerzo y la duda? ¿Qué será de la identidad forjada en la aceptación de un pasado imperfecto y doloroso? ¿Y cómo aprenderemos a navegar la compleja y vital tensión entre lo que es hermoso y lo que es justo, si una máquina decide por nosotros que ambas cosas deben coincidir siempre? Quizás el mayor peligro no sea que las máquinas se vuelvan contra nosotros, sino que, con las mejores intenciones, nos ofrezcan un mundo tan pulcro, tan coherente y tan bello que nos olvidemos de por qué necesitábamos el arte, la memoria y la ética en primer lugar. ¿Qué verdad estaremos dispuestos a sacrificar a cambio de una belleza que no nos cueste nada?





Vamos, te esperamos en la Comunidad #Humanitas en su acostumbrada iniciativa de un tema para cada día. Quizá se anime la amiga @sacra97, @cositahermosa, @cirangela o la amiga @beaescribe.


INICIATIVA: Un temα pαrα cαdα dı́α (junio 2025)


Portada de la iniciativa




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Dedicado a todos aquellos que, día a día, con su arte, hacen del mundo un lugar mejor.





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No veo un mundo así, tan dependiente de las IA, no es que no crea que nos encaminamos allí, es que no creo que debamos hacerlo.

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Nosotros no lo viviremos, pero unas tres generaciones más arriba sí. A penas lo estamos saboreando.

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