A veces me detengo a pensar en el peso que tienen los estereotipos en nuestras vidas, y cómo nos moldean sin que apenas nos demos cuenta. Pienso, sobre todo, en ese ideal de belleza que se nos impone a las chicas desde tan jóvenes: la necesidad de ser delgadas, de lucir como una “Barbie”. Es una presión constante, una imagen que nos susurra al oído que solo así seremos aceptadas o valiosas.

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Y sinceramente, creo que “tal estereotipo” es profundamente perjudicial. Nos lleva a compararnos, a sentirnos insuficientes, a obsesionarnos con un físico que, para muchas, es inalcanzable y, francamente, poco saludable. Nos hace olvidar que la diversidad es lo que nos enriquece.

Pero luego observo el mundo a mi alrededor, y veo tanta belleza en la diferencia. Y quiero decir algo que he notado y que siento de corazón: muchas chicas que no encajan en ese molde, esas chicas con más curvas, las que algunos llamarían “gorditas”, son muy, pero muy simpáticas y cariñosas. Irradian una calidez y una alegría que es contagiosa. Quizás es porque su valor no lo han basado en una cáscara vacía, sino en lo que llevan dentro, en su capacidad de conectar y de entregar afecto genuino.

Ojalá pudiéramos, como sociedad, desterrar esas ideas limitantes y celebrar la autenticidad de cada ser humano, valorando la empatía y la personalidad por encima de cualquier talla.

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