Cuán sutil es el límite entre lo privado y lo que aparece mansamente frente a la mirada ajena. Muchas veces experimentamos una especie de pudor, no por miedo al juicio, sino porque existe una minúscula belleza en conservar ciertos retazos del alma solo para quienes, de verdad, los pueden mirar con ojos sinceros. Sin embargo, cuando menos lo espero, descubro que incluso en la plaza, en el bullicio de la calle, en una risa compartida a media voz, dejo que lo íntimo se filtre como el aroma de un café recién hecho que termina inundando la vida común de quienes me rodean. Lo hacían los poetas, lo hacen las miradas profundas y los silencios bien administrados en torno a una mesa, incluso una de esas colmadas de cartas y fichas de madera.

Quizás todo comienza reconociéndose vulnerable. Expresar lo íntimo en el espacio público, he aprendido, es hacerlo sin aspavientos, a veces en gestos mínimos: un suspiro tan sólo audible, un poema que muta en graffiti, una memoria infantil que comparto sin darme cuenta, o el acto reflejo, casi tierno, de acomodarme el cabello al encontrarme con alguien querido entre la multitud. ¿Será que, al reír con naturalidad en una conversación cualquiera, permito que mi historia interna —mis triunfos, mis temores, mis contradicciones— se asome por los resquicios? Pienso que la mayor osadía no es gritar lo propio, sino permitir que tiemble y titile bajo la superficie, aguardando a quien tenga el gesto de ver.

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Cuando observo el entorno, me doy cuenta, como bien apuntaba Georges Perec en “Especies de espacios”, que los lugares se llenan de sentido cuando dejamos huella en ellos. Las plazas, los trenes, los bancos de un parque, adquieren matices nuevos cuando, uno tras otro, dejamos ahí gestos sencillos, palabras, risas, un juego de miradas, hasta el punto en que lo personal y lo colectivo tejen juntos la urdimbre de la identidad. Es aquí donde la pregunta sobre la identidad cultural compartida deja de ser teoría y pasa a ser verdad palpitante: ¿qué es sino el resultado de todo lo que compartimos, de las formas en que celebramos y también discutimos, de los rituales mínimos y los símbolos que aprendemos casi sin darnos cuenta, de las palabras que repetimos, modificamos, abandonamos o reinventamos junto a otros?

Pienso entonces en los sabores que me recorren la memoria: el pan horneado en casa, la música de las fiestas locales, las historias contadas una y otra vez por los abuelos. Todo eso es identidad. No la identidad rígida, cerrada, sino la que se convierte en puente y en lenguaje común. Es curioso cómo la cultura es, a la vez, lo que nos une y lo que nos permite ser distintos; es “el tejido invisible de costumbres, creencias, signos y relatos que nos sostiene” como escribió Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. ¿Cómo saber si lo que comparto me representa o si simplemente es herencia acrítica? ¿Hasta qué punto modifico el relato familiar y la costumbre, y cuándo decido aceptar —con suavidad— que esta es mi raíz, y que también tiene derecho a cambio?

Quizás la respuesta más sutil la encontré en una mesa rodeada por amigos y desconocidos, conversando, sí, pero sobre todo jugando. Me refiero a esos instantes sin pretensiones donde las cartas y los dados rompen la rutina. Los juegos de mesa me han enseñado mucho, muchas veces sin que fuera posible anticiparlo. Se dice que uno puede descubrir el carácter de sus allegados enfrentándose a una partida de dominó o de ajedrez y tal vez sea cierto. Pero más que la competencia, más allá de quien gana o pierde, está la danza sutil de las reglas, la negociación, la alianza temporal, la frustración. Y, sobre todo, el arte de esperar el turno, sostener la mirada, predecir movimientos, aprender a perder dignamente. ¿No es esa, en esencia, la vida misma? Virginia Woolf afirmaba —en “Entre actos”— que “la vida es una obra representada en muchos escenarios supuestos”; ¿no será también, a veces, un tablero donde cada fichaje, cada elección arriesgada, nos revela una faceta oculta de nuestro propio ser o del otro que nos acompaña?

Me pregunto si el espacio público no es también, de algún modo, un gran tablero de juego donde se tensan las reglas y la creatividad personal impulsa nuevas formas de ser juntos. Ahí están los códigos no escritos: el respeto por la cola, la sonrisa cordial, los saludos rituales en la tienda del barrio. Cada pequeña interacción nos recuerda que no existimos solos y que la identidad —propia y compartida— es ese mosaico que armamos con piezas de muchos, muchas veces sin mirar la imagen final.

Pero, ¿qué ocurre cuando alguien se sale del guion, cuando las piezas se niegan a encajar? ¿Qué precio pagamos al mostrar una herida, una duda, un sueño absurdo en medio del bullicio? “La libertad, para ser real, debe implicar riesgo”, solía decir Hannah Arendt (“La condición humana”). ¿Será por eso que a veces retornar a lo íntimo, a los pequeños círculos de confianza, se siente tan necesario como respirar? Y sin embargo, cuando uno arriesga compartir una palabra, una memoria, una emoción en el espacio abierto, esa osadía rara vez cae en saco roto. Quizás no lo sepa el transeúnte distraído, pero hay momentos en que una simple confesión anónima en el parque puede tocar, sin querer, la fibra de alguien más y alterar su día.
La realidad es que, a lo largo de la vida, las fronteras entre lo propio y lo común, lo aprendido en familia y lo conquistado a fuerza de voluntad, lo lúdico y lo serio, se van desdibujando hasta que ya no distinguimos cómo ni cuándo surgió esa complicidad casi mágica que une a quienes comparten una historia. “El hombre no puede encontrarse a sí mismo sin buscar en el otro”, escribió Antoine de Saint-Exupéry en “Ciudadela”. ¿La identidad compartida es entonces el resultado de sumar las heridas y las celebraciones, los silencios inoportunos y las risas accidentales, las pequeñas traiciones y los grandes perdones?

Incluso hoy, cuando el mundo parece fragmentado en opiniones, en temores y en prisa, sigo creyendo que en los rituales más pequeños —reír a carcajadas de una torpeza en público, compartir la nostalgia de una melodía, inventar reglas nuevas para un ajedrez improvisado— persiste la esperanza de entendernos desde lo común. ¿Qué nos enseñan los juegos, sino la capacidad de volver a intentarlo, de renunciar a ganar para que el otro no se quede atrás, de admirar la astucia ajena sin rencor? ¿Quién soy cuando juego sino la suma de mis padres, de mis amigos, de mis frustraciones y de mis deseos, todos mezclados en un cóctel irrepetible?

A veces, me detengo a pensar en la paradoja de escribir todo esto y, sin embargo, callar tantas otras cosas. ¿Es posible que la mayor rebeldía consista en seguir mostrando fragmentos de lo íntimo en lo público, aunque nunca llegue a saberse del todo entendido? ¿No será ese el desafío: seguir apostando por lo compartido aun cuando la certeza no exista? Tal vez por eso, día a día, procuro (muchas veces sin éxito, lo confieso) fusionar lo que muestro y lo que resguardo, lo que aprendo y lo que olvido, en esa coreografía difusa y continua que nos hace, después de todo, profundamente humanos.