El sol de la tarde se filtraba por los tragaluces polvorientos del taller “El Perno Dorado”, iluminando partículas de polvo que danzaban en el aire denso con olor a aceite y metal. Don Anselmo, un mecánico con manos curtidas y la sabiduría de décadas entre motores, observaba a Mateo, su joven aprendiz, mientras este barría con más entusiasmo que pericia.

^AISTUDIO

“Mateo, deja eso un momento y ven acá”, llamó Don Anselmo con voz rasposa, pero amable. Señaló un trozo de tubería metálica sobre el banco de trabajo. “Necesito que midas eso, el diámetro exterior de cada tubo”.

Mateo asintió, un poco nervioso. Don Anselmo le extendió un instrumento metálico brillante y complejo: un calibrador vernier. “Con esto”, indicó.

El joven lo tomó con cuidado. Lo había visto usar a Don Anselmo mil veces, pero nunca lo había manejado él mismo. “¿Cómo… cómo hago, Don Anselmo?”

“Mira”, explicó el veterano, acercándose. “Abre estas mordazas grandes, ¿ves? Colócalas alrededor de la tubería, que hagan buen contacto, pero sin apretar demasiado. Luego, fíjate en la regla principal para los milímetros enteros y busca en el nonio, esta reglilla móvil, la línea que coincida perfectamente con una de la regla principal. Esa te dará los decimales”.

Mateo siguió las instrucciones con concentración, sus ojos moviéndose entre las escalas. “Creo que… ¿25.4 milímetros?”, aventuró.

Don Anselmo sonrió. “¡Exacto, muchacho! Lo has pillado”.
Ese día, Mateo no solo midió una tubería; aprendió a usar el calibrador vernier, una herramienta esencial que, desde entonces, se sentiría como una extensión de sus propias manos en el taller.

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